El 24 de julio de 1938 Antonio Zabala dejó de enviar cartas a su familia. Su mujer y su hija no volvieron a saber de él. ¿Qué le sucedió en la batalla del Ebre? Será su nieto, el periodista José Antonio Ponseti quien dará con las respuestas, tras una investigación que le conmovió profundamente. El resultado es ‘La caja azul’ (Suma de Letras. Penguin Random House).
¿Con qué obstáculos se encontró a lo largo de la investigación?
A mí me llegó la caja azul un montón de años después de que se hubiera abierto. No deja de ser una caja llena de pena y de silencios. Desde el instante en que mi madre me la dio fui consciente de que esta historia nunca podía terminar bien porque era una historia que afectó a mi familia durante la Guerra Civil. Mi abuelo desapareció en combate; semanas antes había muerto mi tío con tres años por una mala decisión médica. Lógicamente, eso no puede ir por buen camino. Por lo tanto, la primera dificultad fue la emocional.
¿Cómo lo llevó?
Hay una parte que te remueve la vida, me sorprendió cómo algo que yo creía guardado en mi corazón me afectara de ese modo. Porque durante el primer mes escribí muchísimo, pero cada noche era un drama. Lloré noche sí, noche también. Y no sabía si podría salir de esta, no por falta de escritura, sino porque emocionalmente estaba destrozado. Tuve que parar unos días, volver a reiniciar y luego todo fue mucho más fácil y tranquilo. Quizás porque arranqué con mi madre muriendo, fue lo que más me rompió. A partir de ahí fui un poco de la mano de mi abuelo, a través de sus cartas, de las cartas de las guardianas de la memoria, que es como llamo a mi bisabuela, a mi abuela, a mi tía Teresa y a mi madre.
Su abuelo no era únicamente un combatiente. Era un político.
Era un hombre preparado y culto. Todo lo hacía demasiado bien, tanto la lectura y la escritura, como disparar. Y eso, en aquellas circunstancias, lo llevó a no perder el frente en ningún momento. Nunca le dejaron salir de ahí. Y esa es otra de las realidades. Cuando cruzas el Ebre y todas las semanas previas al cruce, el lector lo hace de la mano de mi abuelo Antonio, a través de sus cartas, conociendo un poco quién son sus compañeros, en qué unidad está, qué es lo que está pasando y cómo es el cruce del río. Esa parte a mí me costó menos emocionalmente. Es cierto que ha habido muchísimo trabajo de investigación entre archivos, bibliotecas, pueblos en los que he estado y también toda la facilidad que tenemos a día de hoy con internet, que me lo ha puesto mucho más fácil. Es imposible que mi abuela hubiera podido llegar hasta donde yo lo he hecho hace cincuenta o sesenta años.
¿Su abuela llegó a ser represaliada?
No. En principio, no. Mi abuela, mi bisabuela y mi tía Teresa lo buscaron e hicieron lo imposible por encontrarlo. Una de las cosas que en el inicio de la investigación me impactó muchísimo fue encontrar un anuncio en ‘La Vanguardia’, un anuncio público, buscándolo. Me pareció impresionante porque denota que no sabían qué más hacer. E igual que ese anuncio, había otros miles. Porque el problema de la batalla del Ebre es que todavía hoy no sabemos cuánta gente murió allí.
Continúan apareciendo restos.
De hecho, en La Fatarella, donde estuve, porque crucé el Ebre por donde lo cruzó mi abuelo, en uno de los incendios salieron restos humanos. A día de hoy siguen saliendo. En los 60 se permitió desenterrar a toda la gente que estaba en fosas, en mitad del campo, para poder ararlos. Eso es lo que me contaban los historiadores y los vecinos. Se deshacían de los huesos y hasta hace nada, en Catalunya se hacían pruebas de ADN, pero en el resto, no. Y mucha gente cruzaba de Aragón a Catalunya para poder tener resultados. Si lo piensas fríamente, con todo el tiempo que ha pasado, es un despropósito. Pero afortunadamente, hay muy buenos profesionales haciendo este trabajo. Porque la gente, al principio me decía que esto era una historia de rojos y fascistas.
¿No lo es?
Nada más lejos de la verdad. En mi libro no hay nada de política. Mi abuelo fue uno de los miles de combatientes a los que les tocó ir porque los fueron a buscar a casa. Igual que a otros les tocó en el otro lado la misma historia. Salvo que fueras alguien con un nombre o una trascendencia política en aquel momento, la mayoría era gente normal y corriente. Hoy ves la misma imagen, ves a Putin diciéndoles a un montón de reservistas, que no tienen nada que hacer en esta guerra contra Ucrania, que se tienen que ir al frente. Les ha tocado y tienen que ir. Y esa es la historia a la que yo hago referencia.
Del día a día de la batalla del Ebre, ¿qué es lo que más le sorprendió?
El esfuerzo que se hacía para que la gente del frente tuviera comida, cómo ellos mismos se racionaban los alimentos para poder mandarlos a retaguardia, donde se pasaba hambre. Y cómo de precario era todo, en ambos bandos. La del Ebre dicen que es la primera gran batalla de la Segunda Guerra Mundial, a un lado las Brigadas Internacionales y en el otro, los alemanes e italianos. Entonces, esa batalla fue desproporcionada en cuanto a equipamiento, en cuanto a calzado, por ejemplo. Uno de los grandes problemas del bando republicano fue que la mayoría iba con alpargatas. Se mojaban al cruzar el río y se quedaban descalzos. No quiero ni imaginarme lo que fue ese cruce en la madrugada del 24 al 25 de julio y lo que tuvieron que afrontar unos y otros. No debe ser fácil. La gente me pregunta si he escrito la historia con odio.
¿Y qué responde?
No. Ninguno. La he escrito con amor porque lo único que he hecho ha sido traer a mi abuelo de vuelta. Pero entiendo que haya gente muy mayor que vivió todo eso y que, a día de hoy, odie, ya que se lo quitaron todo. Me imagino a mi abuelo con 32 años, con una hija y un hijo recién fallecido, sin saber que su mujer estaba embarazada. O a mi abuela sola, con el embarazo, con la hija, con su hijo muerto y teniendo que salir adelante en un final de guerra y en una posguerra terrible. Encima, tener que buscar a su marido. Todo esto es tremendo. Entiendo que haya odio en esa gente mayor que estuvo cerca de lo que pasó en esa guerra.
¿Se imagina toda una vida en silencio?
La caja azul es una caja de dolor. Hay un momento en el que el silencio es lo que te va a salvar la vida, es lo único que tienes. Para luchar solo lo puedes hacer con el silencio. Sabes que si hablas, lo más probable es que se te lleven. Entonces, no te queda otra. Es que en casa nunca se habló de la Guerra Civil. Esa es la realidad de la gente que he ido encontrándome en estos archivos, en estas bibliotecas. Gente que se acercaba a mí porque me reconocía. La gente se sorprendía y es una de las razones que a mí me ha llevado a escribir públicamente esta historia. Cuando mi madre me dio la caja poco antes de morir, me hizo prometerle dos cosas. Una, que no la abriría antes de que muriera. Y la segunda, que no contara nada hasta que investigara qué pasó con mi abuelo.
¿Lo ha cumplido?
Sí, con las dos partes. Acertada o equivocadamente porque a lo mejor hay familiares que puedan haber deseado saber más cosas antes, pero lo que hago es cumplir con el trato y a partir de ahí, darme cuenta de que ni mi padre sabía esto. En casa, nadie sabía nada. Te das cuenta de la cantidad de dolor acumulado que hay, cuando el silencio es lo que nos ha acompañado a nosotros, pero en muchas otras casas. Al final, la caja azul podría estar en cualquier casa de un español. Debe haber muchas cajas. No azules, sino blancas, verdes, rojas o sobres o paquetes de cajas. Hay muchas de estas historias, lo que demuestra que 84 años después ya va tocando cerrar página y, sobre todo, no cerrar página y punto. Traer de vuelta a los nuestros, que lucharon porque en este país se ha hablado mucho y bien de los asesinados en las cunetas, de los desaparecidos por causas políticas, pero ¿qué pasa con los que lucharon en el frente?, ¿qué pasa con los que estuvieron ahí y que son desaparecidos en combate?
Y el discurso que habla de no abrir heridas...
Cómo no hacerlo. No es una cuestión de abrir heridas, es una cuestión de cerrar capítulos. Lo que hay que hacer es hacerle entender a la gente que esto no se puede repetir. En el Ebre siguen estando las trincheras, las zonas de ametralladoras y cuando lo ves, te quedas boquiabierto. Sin embargo, no hay zonas marcadas. Es decir, en Normandía está perfectamente señalizado quién desembarcó, dónde y cómo. Y en este país, 84 años después la frase es «no hay que reabrir heridas». A lo mejor hay que cerrarlas. A lo mejor hay que enseñarles a los chavales que no nos podemos meter en una guerra de este tipo en la vida.