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    Un jumento hace ciento

    Ay Teatro rinde en su quinta producción un hermoso y merecido homenaje a la figura del burro, animal que ha estado unido al ser humano desde la antigüedad

    07 abril 2024 20:36 | Actualizado a 08 abril 2024 07:00
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    La compañía Ay Teatro rinde en su quinta producción un hermoso y merecido homenaje a la figura del burro, animal que ha estado íntimamente unido al ser humano desde la antigüedad pero que no ha sido considerado como compañero sino como mero instrumento de trabajo.

    De hecho, en torno al burro hay en nuestra lengua infinidad de refranes, frases hechas y canciones populares que conviven con los significados peyorativos que se han ido adhiriendo, como una segunda piel, a la palabra burro.

    Y es que si el asno puede reflejar los puntos débiles del ser humano –la simpleza, lo instintivo, la estupidez...– también es símbolo de altos valores –la ternura, la capacidad de sacrificio, la inocencia, la inteligencia...–. La reivindicación de su figura, por tanto, está más que justificada.

    Con este objetivo, Yayo Cáceres dirige una original pieza magistralmente ensamblada por el buen hacer del dramaturgo Álvaro Tato, quien despliega sus profundos conocimientos filológicos para realizar un excelente trabajo de selección y de reelaboración de textos de diferentes épocas que van completando el armazón argumental: un burro, ante la inminencia de un incendio que está arrasando el bosque y que pronto llegará al lugar en el que él permanece atado y olvidado, le relata a su sombra la historia de su especie.

    Yayo Cáceres dirige una pieza magistralmente ensamblada por el dramaturgo Álvaro Tato

    Las escenas del presente, en las que el protagonista hace referencia al fuego y a su complicada situación, se alternan con absoluta naturalidad con el relato de fragmentos que conforman un apasionante viaje por la literatura de todos los tiempos, desde los cuentos indios del Pachatantra, las fábulas de Esopo y Fedro, El asno de oro de Apuleyo, la Disputa del asno de fray Anselmo de Turmeda, la Misa del asno, Don Quijote de la Mancha –inolvidable la conversación entre el rucio de Sancho y Rocinante–, La Burromaquia, hasta las fábulas de Iriarte y Samaniego y un largo etcétera.

    Y con la huella inconfundible de un bello lenguaje poético y de un amoroso respeto por la literatura que son ya señas propias de Tato. Ante el miedo, nuestro burro opta por el recuerdo y así rememora desde el momento en que se conocieron sus padres, burros salvajes, pasando por las antiguas Roma y Grecia, la Edad Media, el Siglo de Oro, la Ilustración hasta la época moderna en la que destaca un precioso tributo a Platero y yo y a su autor, J. R. Jiménez.

    En esta narración, se alternan momentos de humor con otros tiernos o dramáticos, sin soslayar la crítica política, que configuran una tragicomedia poética capaz de pellizcar hasta al espectador más frío.

    Carlos Hipólito deslumbra con su impecable interpretación del pollino. Su voz delicada, con una prosodia perfecta, se mece en la más absoluta veracidad tanto en los momentos cómicos como en los más dramáticos.

    El asno es el símbolo de los altos valores, su reivindicación está más que justificada

    Hipólito rebuzna y sus manos se convierten en pezuñas con una total naturalidad (alejado del histrionismo o de la artificiosidad que podría entrañar dar vida a un burro) e, incluso, canta. Y es que la música en directo no podía faltar en un espectáculo de Ay Teatro.

    Hipólito está acompañado en el escenario por el guitarrista M. Lavandera y por los actores y músicos Fran García e Iballa Rodríguez, quienes interactúan con él en numerosos momentos.

    La escenografía es casi minimalista: un arnés con correa, una plataforma con rampas y unos fardos de heno que los actores van cambiando de posición para sugerir diferentes lugares.

    Sencillez para ponderar la palabra, para jugar con el poder sugestivo del teatro, para que el espectador no se pierda con artificios decorativos y ponga todos sus sentidos en esta historia que no es sino una reflexión de la propia condición humana.

    Al terminar, con el último rebuzno del protagonista, es inevitable preguntarse quién es más burro, si el ser humano o el animal. Juzguen ustedes mismos.

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