Hay reuniones con un impacto extraordinario. Momentos en los que aprendes algo que afectará de lleno la forma en que gestionas y tomas decisiones. Hace años un grupo de mentores reunidos con el equipo directivo de una startup vivimos uno de esos momentos. El proyecto crecía, las ventas se acumulaban y el margen era positivo, pero todo se volvió más interesante cuando uno de los mentores hizo una pregunta clave: «¿Por qué cobráis lo que cobráis? ¿De dónde salen vuestros precios?».
Los emprendedores se miraron y reconocieron que habían empezado con un cálculo de costes y un pequeño margen añadido. Luego, cuando consiguieron las primeras ventas, se dieron cuenta de que el precio era bajo y lo aumentaron un 30%. El mentor insistió y les hizo otra pregunta que resultaría fundamental: «¿Algún cliente se ha quejado del precio?». Los emprendedores se miraron de nuevo y respondieron que no. Y ahí llegó la lección clave: «Si ningún cliente se ha quejado del precio es que sois baratos. El precio es lo que pagamos a cambio de lo que recibimos, si no hay ninguna tensión es que estáis regalando valor».
La empresa estaba empezando y había tenido pocos clientes, todavía era fácil equivocarse y cualquier decisión se podía corregir con poco riesgo. Otro de los mentores puso sobre la mesa una propuesta de impacto: «Vamos a doblar los precios, a ver qué reacción encontramos». Los emprendedores se resistieron, pero acabaron aceptando a regañadientes una prueba de dos semanas. Y funcionó. Las ventas siguieron creciendo y muy pocos clientes se quejaron del aumento. La empresa no sólo dobló el precio, consiguió triplicar su margen con una sola decisión.
Han pasado los años, la empresa ha seguido creciendo y se ha consolidado. Ese precio disparatado que parecía extraordinario ha sido indispensable para conseguirlo. Construir una estructura, financiar la expansión y pagar buenos salarios para atraer y retener talento son costes importantes que no se podrían haber pagado sin cobrar un precio que en algún momento había parecido alto.
Hoy los márgenes de la empresa son suficientes, pero nada abultados. Sin aquella subida de precios de hace años el crecimiento habría sido limitado, la rentabilidad escasa y, muy probablemente, la fiesta hubiese acabado mal.
La moraleja de la historia es evidente: el precio de cualquier producto o servicio debe estar condicionado por el valor que se consigue hacer llegar al cliente. Poco más. Ni los costes, ni la competencia, ni el histórico del sector son argumentos suficientes para fijarlo. Sólo hay un método correcto para una estrategia de precios digna de ese nombre: encontrar la resistencia leve que marca el punto de convergencia entre el valor generado y los euros que pedimos por él. Dar valor y saber cobrarlo, en definitiva. Regalar valor a precios bajos es el último recurso de los que no pueden hacer otra cosa.
Marc Arza es CEO de Startsud Studio