Carisma

El miedo a que nos hagan sombra es invalidante para desarrollar un liderazgo sano, efectivo y transformador

19 abril 2022 13:26 | Actualizado a 19 abril 2022 13:32
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Es un lugar común recurrir al carisma como una de las cualidades definitorias de quien ejerce el liderazgo, quizás por la extraordinaria aura que suponemos que irradia la persona en cuestión, una especie de imán que atrae poderosa e inexorablemente a gentes corrientes desprovistas de ese don. 

No vengo a negar que algunas personas poseen ciertas características innatas que favorecen la capacidad de dirigir, pero me inclino a pensar que dicha predisposición no es suficiente para cumplir con el perfil que se espera hoy en día de quien asume la responsabilidad de liderar a un grupo de personas. Aunque sobre este asunto se ha escrito para aburrir, permítame que le señale las tres cualidades que, en mi opinión, han de acompañar a la persona que se pone (o es puesta) al frente de un equipo. 

En primer lugar, quien lidera ha de inspirarnos a ser mejores personas, pues todo no vale. Hay principios morales, de respeto y consideración hacia los demás. Lo verdaderamente importante es cómo actuamos y para qué. El insigne Jorge Luis Borges escribió que «Todas las teorías son legítimas y ninguna tiene importancia. Lo que importa es lo que se hace con ellas».

Por otro lado, el liderazgo exige poner el foco en las personas que conforman su área de actuación, pues considera como objetivo irrenunciable el crecimiento profesional de cada miembro de su equipo de trabajo. De ahí la necesidad de que la dirección de personas se desempeñe con humildad y generosidad, pues no solo ha de reconocer al talento, además ha de sentirse feliz de contribuir a su eclosión. El miedo a que nos hagan sombra es invalidante para desarrollar un liderazgo sano, efectivo y transformador.

En tercer lugar, el líder siempre motiva, incluso cuando censura un comportamiento, porque no pretende derrumbar emocionalmente a sus colaboradores, sino conseguir que estos alcancen su mejor versión.

Nadie se gana el respeto a través de la vejación y el maltrato, pues la autoridad se basa en el reconocimiento y la consideración mutua. Si necesitamos recurrir al miedo para imponernos, habremos demostrado nuestra incapacidad manifiesta para construir un equipo de alto rendimiento. 

Si me aceptan estos principios, convendrán conmigo en que el carisma no es relevante, puesto que no me asegura un uso ético del liderazgo. Creo que huelga recordar funestas figuras consideradas tan carismáticas como perversas en la historia de la humanidad.

Y es que hay una diferencia insoslayable entre influir y manipular, por mucho que haya quien confunda interesadamente los términos para evadirse de los valores humanos que deben sostener las decisiones y acciones del líder.

Fíjense que al manipular pienso en mis intereses y desprecio la voluntad y conveniencia del otro; por el contrario, influir es legítimo, es hacer ver a la otra persona el beneficio común, el propósito positivo que hay detrás de lo que hacemos. Los problemas y los retos que encontramos en el camino se revisten de sentido cuando tomamos decisiones al respecto, pues, tal y como nos mostró el maestro Viktor Frankl, son las decisiones y no las condiciones las que determinan quienes somos. 

No soy nadie para aconsejar, pero yo no albergo dudas: entre el liderazgo de personajes como Martin Luther King, la madre Teresa de Calcuta, Mahatma Gandhi, Marie Curie o Nelson Mandela, y demonios carismáticos que han vertido su odio y azuzado los comportamientos más execrables del ser humano, me quedo con la conducta ejemplar, ética e inspiradora del primer grupo. ¿Y usted?

Salvador Martínez, consultor en organización de empresas, cambio cultural y personas.

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