Si la lucha contra el calentamiento global depende de las rimbombantes cumbres del clima ya podemos dar la guerra por perdida. La última de estas citas, que se celebra estos días en Dubai, está siendo todo un ejercicio de cinismo que ha puesto en evidencia la incoherencia de esos dirigentes mundiales que se reúnen para salvar el planeta en un país productor de petróleo y bajo la presidencia de Sultán Al Yaber, quien dirige la petrolera nacional de Abu Dabi.
O sea, es como celebrar una cumbre contra el consumo de azúcar en una fábrica de chuches invitados por un dueño que no esconde su objetivo de incrementar sus ventas de golosinas con más azúcar. Pero no ha sido el lugar elegido para la cumbre –últimamente parece que los petrodólares lo pueden todo– ni su anfitrión –que no oculta su afición por los combustibles fósiles– lo único que ha chirriado en esta gran cumbre medioambiental; las ausencias de los máximos mandatarios de China y Estados Unidos –curiosamente los países más contaminantes– y la negativa de China e India a firmar la resolución son harto elocuentes. Como lo es la hipocresía de esos que, como el rey inglés Carlos III, se jactan de su elevado compromiso con la defensa del medioambiente mientras acuden a la cumbre por el clima en un jet privado que deja una profunda huella de carbono.
Ciertamente, carecen de sentido estas macrocitas en las que se pactan unas medidas –«muy cortas», las ha tildado el secretario general de la ONU, Antonio Guterres– que no dejan de ser una carta de buenas intenciones cuyo cumplimiento no es obligatorio. Como dice mi hija, el ser humano camina de forma inexorable hacia la extinción. Y visto lo visto, para allá vamos si entre todos no lo remediamos.