El mensaje y el lenguaje, o leche, cacao, avellanas y azúcar

Macron es un hombre que no sabe bajar a la calle y com-prenderla, porque piensa que es la calle quien ha de ponerse a su altura, y gusta de la alta política sin saber (como Fraga le espetó a Suárez) a qué precio van los garbanzos

10 mayo 2022 19:52 | Actualizado a 10 mayo 2022 19:54
Josep Moya-Angeler
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«Leche, cacao, avellanas y azúcar», ¿hacía falta decir más? Si las madres querían dar a sus hijos leche con cacao más un poco de avellanas y azúcar, no tenían más que pedir Nocilla. Un mensaje perfecto. (Lo tuvieron que retirar porque a aquel producto le faltaban algunos de estos ingredientes). Una lección para los políticos que no saben articular mensajes claros, directos, comprensibles y sencillos. Pero, cuidado, no hay que confundir un mensaje con un slogan («La chispa de la vida» es un eslogan, no un mensaje, porque no significaba nada pero quedaba bien, en todo caso hubiera sido un buen mensaje para un vendedor de drogas).

Emmanuel Macron es un político cultivado, afiliado a la elite de la masonería francesa, que gusta de distanciarse de la plebe, porque cree como Stalin que «hay que admirar a los pueblos, pero temer a las multitudes», un hombre que no sabe bajar a la calle y comprenderla, porque piensa que es la calle quien ha de ponerse a su altura, y gusta de la alta política sin saber -como Fraga le espetó a Suárez- a qué precio van los garbanzos. Y así le ha ido a Macron, con Marine Le Pen, política curtida en los populismos, poniendo en peligro la estabilidad no sólo de Francia, sino también de Europa.

Le ha faltado a Macron el apoyo de las clases populares –empleados, trabajadores y pequeños comerciantes- y ha ganado las elecciones de esta semana porque le han apoyado los jubilados y los dirigentes y cuadros de empresa. Los analistas han dado cien vueltas para explicar estas elecciones olvidándose lo que a mi entender ha sido crucial: que Macron no ha sabido, y no sabe, decir cosas como «leche, cacao, avellanas y azúcar». Dicho de otra manera, no ha manejado un lenguaje como el que necesitan nuestras sociedades actuales, que es el lenguaje emocional, y no ha sabido articular un mensaje entusiasmador, de futuro. De Gaulle e incluso Sarkozy sí supieron hacerlo. Recuerdo en los años 60 ver a De Gaulle por televisión diciendo aquello de «madres, os garantizo un futuro prometedor para vuestros hijos». Todas las madres le votaron y ganó aquel referendum. Este discurso de De Gaulle se vendió en forma de disco y vendió más que Aznavour.

Cómo se articula un mensaje: con una idea. Sí, una única idea que resuma todo cuanto se quiere decir, que sea entendida, que genere una reacción positiva, que convenza, que sintonice con lo que el país necesita y demuestre que se empatiza con el país. Eso es un mensaje. Y luego, justificqr este mensaje con argumentos, datos y entusiasmo. Porque el entusiasmo, dice un proverbio chino, es más contagioso que la gripe. Eso es lo que Macron, y tantos políticos nuestros, no saben o no quieren articular y menos con un lenguaje convincente. No sirve eso de «España va bien» cuando hay cuatro millones de parados, ni hablar de «brotes verdes» que nadie los veía por ninguna parte. Ni eso de «el cambio» que dio el triunfo a Felipe González y que, cuatro años más tarde, cuando el país constató que no había cambios, se atrevió a decir que habría «el cambio del cambio», que tampoco llegó. Los slogans no sirven. Las ideas, el compromiso, la acción y la emoción, sí. Son los motores de la sociedad. Todo, en una idea, en una píldora maravillosa que gane voluntades.

Tampoco son útiles los mensajes a la contra, la negación del rival, que no es más que la expresión de que no se tienen ideas de futuro. Porque a fin de cuentas de lo que se trata es de tener claro un futuro. Escribió Alejo Carpentier que «todo futuro es fabuloso», porque es una promesa de mejora. Y pintarlo del color de la negación del contrario es negar el propio futuro. Si el futuro es fabuloso, ¿por qué no se lo plantean y lo consiguen los políticos? A veces, parece que tengan malos consejeros o lo que es peor que sean de un cortoplacismo desanimante.

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