Entre la ira y la verdad

Las redes sociales como Telegram son herramientas para difundir bulos y amenazas pero, en ciertos contextos represivos, son también la única ventana al mundo

31 marzo 2024 18:33 | Actualizado a 01 abril 2024 07:00
Javier Luque
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Esperaba a Nadja en los jardines de la Facultad de Periodismo de la Universidad de Moscú, justo detrás de la Plaza Roja. Eran los primeros días de septiembre de 2018 y Rusia aún permitía la entrada a periodistas internacionales. Nadja (no voy a mencionar su apellido porque sigue en Moscú) nos había citado allí para filmar la entrevista que habíamos pactado con ella en el único hueco que tenía entre los dos seminarios que impartía ese día.

Grupos de estudiantes se repartían en los bancos, muchos de ellos con la cabeza inclinada mirando el teléfono móvil mientras deslizaban la pantalla con el pulgar en un movimiento rítmico. «Están mirando Telegram», me dijo Nadja sacándome del ensimismamiento. No me había percatado de su presencia. Nos dimos un abrazo y nos pusimos al día. Le pregunté por qué había dado por hecho que los estudiantes miraban Telegram. «Estamos en la facultad de periodismo y Telegram se ha convertido desde hace años en nuestra principal fuente de noticias», respondió mientras me mostraba su móvil. «Mira, sigo varios canales, desde noticias de ciencia hasta la actualidad política».

Pienso a menudo en esta conversación cuando analizo las campañas de desinformación para el Instituto Internacional de la Prensa (IPI). En EEUU y Europa, Telegram se ha convertido en una plataforma dominada por los movimientos de extrema derecha, las teorías de la conspiración, antivacunas y negacionistas. Es decir, todos aquellos que se autodefinen como ‘despiertos’.

De hecho, la mayoría de las campañas orquestadas de desinformación contra periodistas que hemos investigado se inician en esta plataforma. En una primera fase, los líderes o figuras influyentes de estos movimientos utilizan Telegram para alertar a sus seguidores, marcar un objetivo y coordinar las acciones. Lo hemos visto en el caso de Alexander Roth en Alemania (lo podéis leer en mi primera columna: ‘Plátanos, prensa y censura’), cuando grupos neonazis empezaron a circular su fotografía a través de varios canales haciendo un llamamiento a amenazar y agredir al periodista.

El modelo se repite en nuestro país. En el marco de las elecciones municipales del año pasado, grupos conspiranoicos se coordinaron en Telegram para amedrentar a los verificadores de Maldita.es en las distintas localidades de España y sabotear su trabajo. Estas campañas también siguen un patrón parecido en Eslovaquia, donde figuras políticas cercanas al Kremlin utilizan Telegram para incentivar ataques contra la prensa.

En una segunda fase, los mensajes de descrédito y amenazas pasan a una plataforma más generalista, como Twitter o Facebook, para llegar a una audiencia mayor. No hay que olvidar que el objetivo de estas campañas es el de erosionar la confianza de la audiencia en los medios y periodistas que ofrecen una información basada en hechos.

Esos discursos de odio en redes son recogidos después por medios de comunicación cercanos a su ideología y por blogs que se presentan como páginas legítimas pero que, en realidad, se desconocen sus fuentes de financiación. Este paso representa la tercera fase, en la que se utiliza esta red de medios para dar un marchamo de credibilidad a los rumores que se han esparcido previamente en redes.

Finalmente, los artículos que se publican en estos medios se vuelven a difundir en los mismos canales de Telegram donde se originaron, cerrando así el círculo y creando una narrativa totalmente falsa contra los periodistas que han sido objeto del ataque.

Tras haber observado este patrón en diversos casos, es normal que sienta, personalmente, cierto antagonismo por Telegram. Al menos así era hasta hace unas semanas.

A mediados de marzo recibí una invitación para atender una charla privada impartida por una profesora de la Universidad de San Petersburgo. La charla era online y sólo unos cuantos periodistas en Europa habíamos sido invitados con la premisa de mantener el anonimato de la profesora.

Durante la hora que duró el evento, pudimos escuchar de primera mano el ambiente orwelliano que se respira en Rusia y las dificultades de la sociedad civil crítica con el Kremlin para llevar a cabo cualquier acto de protesta. Sólo al final de la charla, una vez abierto el turno de preguntas, me dirigí a la profesora: «¿Queda algún espacio mínimamente seguro en el que las voces críticas os podáis expresar?» «Sí», me respondió, «Telegram».

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