¿Podemos tocar el aire?

Los gobiernos han comenzado una desescalada por un tobogán más inclinado que la curva esperando que las fases coincidan con los planes estivales del virus
 

04 mayo 2020 07:00 | Actualizado a 05 mayo 2020 18:51
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El domingo 26 de abril un hombre vistió a sus dos hijos de seis y cuatro años y, tras cuarenta y dos días de arresto domiciliario, cruzó el portal y apenas tardó diez minutos en regresar a confinarse: «Cuidado, papá, ¡una persona!»; «Ese señor va a morir que no tiene mascarilla»; «¿Podemos tocar el aire?» El aire no, pero el viento sí.

Nos enfrentamos a un agente patógeno que necesita nuestro organismo, como es lícito y de esperar en cualquier ser vivo cuya aspiración es desarrollarse. Y a quien, con los medios actuales, de momento no podemos controlar. Y es que desde que vimos a la policía atrapando chinos con cazamariposas, no entendemos mucho más que ellos y resulta difícil leer el futuro de los próximos meses.

Buscándolo en el baúl de los recuerdos, hemos encontrado lo que sucedió con la pandemia que se desarrolló durante la Primera Guerra mundial y causó más bajas que las armas en los cuatro años de conflicto. Al virus de 1918 se le llamó la Spanish lady porque los periódicos patrios no estaban sometidos a la censura de los países beligerantes. Se originó en USA y el presidente Wilson ni recomendó beber lejía ni hizo declaración alguna. Las radios de entonces como las televisiones de ahora también se mofaron con lo peor que puedes vacilar a un virus A del subtipo H1N1 de alta mortandad, tildándolo de gripe de tres días sanable con aspirinas.

Hace tiempo que intentamos asimilar una historia sin sentido contada por un comunicador carente de crédito. Primero ofrecían los contagios diarios y se instalaron hospitales de campaña, pero dijeron que estos datos eran muy inferiores a los reales. Los féretros del Palacio de hielo parecían más certeros ante la falta de test, pero empezaron a aparecer cadáveres, así que volvimos a los contagios irreales, pues nos proporcionarían una curva real; pero hace semanas desdeñan ese dato o cambian el método de contabilizar.

Una excepción de claridad es este mismo diario que publica infectados con y sin test, pero si me permiten los editores, deberían ofrecerlos en portada con signos de exclamación pues, si se comparan los de Tarragona norte (300-400) con los de España (sobre 2.000-3.000), haciendo una regla de tres (1,3%), deberían advertir que esto es la zona cero.

La Spanish Lady se presentó casi por las mismas fechas de 1918, en abril, la portaban los soldados norteamericanos cuando desembarcaron en Europa por cientos de miles. La primera oleada primaveral infectó oficialmente a prácticamente los contagiados que llevamos en esta, solo que éramos un veinte por ciento. A diferencia del coronavirus que ataca a los débiles, la influenza se aliaba con nuestras defensas ensañándose con los fuertes (20-40 años) a quienes eliminaba en dos días, ahogados. Debió de ser muy triste, muchos huérfanos murieron de inanición, hasta que dio un respiro, también por estas fechas, en mayo.

En realidad, el virus se fue a veranear, pero para reponer fuerzas porque en agosto se reincorporó con una morbilidad devastadora para contagiar en otoño, de golpe, a la mitad de la población y borrar del mapamundi a más de 50 millones de personas. Entre los soldados ingleses que regresaron tras el armisticio del 11 de noviembre estaba el cabo John Wilson, quien se encontró al escritor británico Anthony Burgess llorando en la cuna, junto a los cadáveres de su esposa y su hija.

La gripe española rebrotó por tercera vez el invierno de 1919. Solo algunos jóvenes salvaron el pellejo recibiendo transfusiones de sangre con anticuerpos de los mayores que la superaron, y que aún nos adeudan. La Spanish lady necesitó solo nueve meses para hacer tales estragos, un periodo corto en el que seguiremos previsiblemente sin vacuna. Luego, como tantas mujeres, se fue, mutando, como vino.

Desde que Pablo Iglesias permitió saltar a nuestros hijos sin ser multados y les pidió disculpas por no hablarles hablado claro, las cosas se están haciendo menos inteligibles y más inquietantes si cabe. Los gobiernos han comenzado una desescalada por un tobogán más inclinado que la curva esperando que las fases coincidan con los planes estivales del virus. Y ante la falta de una estrategia clara, hay que adivinar qué pájaro vuela sobre su nido de cuco.

Lo determinante en la nueva normalidad será que en las próximas oleadas del virus no se colapsen los servicios hospitalarios. Podríamos denominarla estrategia de la Seguridad Social, pues va a ahorrase en pensiones lo que va a pagar en ayudas sociales. O por ser más claro, que mi vecina no sufre una paranoia cuando gritaba el domingo desde el balcón: ¡Nos quieren quitar de en medio! Van a transigir con el virus aun a costa de cortar por lo sano limpiando jubilados por tramos.

Es nuestra responsabilidad personal, estamos advertidos y tenemos mascarillas como las que llevaban nuestros abuelos cuando el siglo XX cumplió su mayoría de edad. El Estado intentará salvarlos deseándoles suerte y poniendo a disposición un respirador y un magnífico personal sanitario que le bajará la fiebre. Pero si los nietos van a visitar a los abuelos tras jugar al pilla-pilla y les dicen «tú la llevas», que se abracen sin temor como recomiendan los suizos pues, aunque nada es pacífico en el siglo XXI, los menores de diez años no transmiten el coronavirus.

*Juan Ballester, escritor y editor afincado en Tarragona, autor de obras como ‘El efecto Starlux’ y, más recientemente, ‘Ese otro que hay en ti’. Impulsor del premio literario Vuela la cometa

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