Un país en la trinchera

06 febrero 2023 18:28 | Actualizado a 07 febrero 2023 07:00
Alfredo Ramírez Nárdiz
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El problema que tiene este país nuestro en el que nos tocó en suerte o en desgracia vivir es que hay poca gente con sentido del humor. En serio, hay muy poca. Miren a su alrededor. La mayoría de sus vecinos, amigos y familiares son gente muy seria. Y, cuando se ríen y lo pasan bien, su humor es, citando a Josep Pla, vulgar, primario, escasamente desarrollado.

Carente de la cruel belleza de la ironía y completamente ajeno a la bendita capacidad autoparódica que caracteriza a todo pueblo, a cualquier hombre, con auténtico sentido del humor. Y no olviden que el humor es la prueba del algodón de la inteligencia.

Alguien incapaz de reírse de sí mismo y del mundo que le rodea, de darse cuenta del absurdo de la existencia y, aun así, tomárselo con buen ánimo, créanme cuando les digo que no puede ser alguien verdaderamente inteligente. Malvado, quizá. Hábil en alguna área. Pero no inteligente. En absoluto sabio. Jamás bueno.

A falta de humor, nuestro país vive en una trinchera repleta de personas inhábiles para comunicarse de otro modo que no sea el insulto, la descalificación y la mentira. Ministras que atacan a dueños de supermercados con el epíteto descalificativo en primera línea; diputados que denigran al gobierno sin más argumentos que la injuria y la calumnia; periodistas que llenan sus páginas, pantallas u ondas de odio y bilis; hordas de ciudadanos agazapados tras pandemonios tuiteros que liberan rabia, frustración e ira poniendo a la altura del betún a cualquiera que no piense exactamente como ellos. Tristes tiempos estos en los que el rey de los tartufos, el único que quizá tenga un ápice de chispa, brillo y capacidad, está al frente de todos porque, no podría ser de otro modo, el resto es un océano de mediocridad en el que no hay quien no ceda al veneno y no se rinda a la mala sangre. ¡Quepa pedir que, ya que no son capaces de otra cosa más que de insultarse, al menos lo hagan con estilo!

Alguien incapaz de reírse de sí mismo y del mundo que le rodea, créanme que no puede ser alguien verdaderamente inteligente

Aquel diputado decimonónico al que en el Congreso afearon no resultar de confianza por ser de general conocimiento la escasa limpieza de su ropa interior y respondió a su acusador que jamás hubiese pensado que la mujer de semejante fiscal fuese tan indiscreta.

Don Camilo diciéndole a su señoría Xirinacs, ante la crítica de éste por encontrarse el gallego dormido en su escaño del Senado, que no estaba dormido, sino durmiendo. ¿Cuál es la diferencia? Preguntó el páter. «La misma que hay entre estar jodido y estar jodiendo», respondió el premio Nobel. Winston Churchill contestándole puro en boca y copa de whisky en mano a una lady que le dijo que, si fuera su marido, le pondría veneno en el té: «Señora, si usted fuera mi esposa, me lo bebería».

Pero nadie hay hoy en nuestra vida política que tenga ni la inteligencia, ni el humor, ni la capacidad para hacer de nuestro devenir público algo más que la presente cochiquera en la que todos se revuelven alegres y ufanos en su crapulencia de hombres y mujeres sin letras, sin fondo, sin alma, sin más objeto ni fin que denigrar al otro con palabras gruesas detrás de las cuales no habita otra cosa más que la indigencia intelectual.

¿Cuántos son ahora profesores prestigiosos? ¿Cuántos literatos de renombre? Nuestra clase política arrastra la panza por el fondo de la trinchera de la ignominia, del desconocimiento hasta de los más básicos rudimentos del lenguaje. Si Larra resucitara y lo viese, se volvía a pegar un tiro.

A los ciudadanos no nos queda otra que seguir vivos para contemplar cada día el triste espectáculo de la masa informe de ignavos que gobierna y que, lo que es peor, transmite sus vicios a una sociedad cada vez más contagiada de sus mismos pecados.

Cada vez es más difícil hablar con el compañero, el amigo o el vecino si no es a gritos, si no es descalificando, si no es desde la incomprensión y la trinchera a la que desde la política se nos ha lanzado a todos los ciudadanos. Y eso, en un país que lleva desde Goya asistiendo a matanzas periódicas entre sus gentes, no sólo es lamentable, sino sumamente peligroso.

¿Cuánto tardará la impostada violencia verbal que la política oficial nos regala en transformarse en violencia real en nuestras calles? No es una pregunta fatalista, es el conocimiento de nuestra realidad histórica.

Ahora que he vuelto de mi exilio caribeño, no quisiera tener que volver a irme. Cálmense todos, no me obliguen a retomar la hamaca, la piña colada y las mulatas. No me hagan eso, por favor. Trátense, si no con cariño, al menos sí con humor, con elegancia, con decoro. Salgan de la trinchera y recuerden que ya seamos de derechas, de izquierdas, constitucionalistas, soberanistas, o lo que sea que seamos, en el fondo (y en la superficie), todos somos lo mismo: una panda de pobres desgraciados.

Nuestro país vive en una trinchera repleta de personas inhábiles para comunicarse de otro modo que no sea el insulto

Pero nadie hay hoy en nuestra vida política que tenga ni la inteligencia, ni el humor, ni la capacidad para hacer de nuestro devenir público algo más que la presente cochiquera en la que todos se revuelven alegres y ufanos en su crapulencia de hombres y mujeres sin letras, sin fondo, sin alma, sin más objeto ni fin que denigrar al otro con palabras gruesas detrás de las cuales no habita otra cosa más que la indigencia intelectual.

¿Cuántos son ahora profesores prestigiosos? ¿Cuántos literatos de renombre? Nuestra clase política arrastra la panza por el fondo de la trinchera de la ignominia, del desconocimiento hasta de los más básicos rudimentos del lenguaje. Si Larra resucitara y lo viese, se volvía a pegar un tiro.

A los ciudadanos no nos queda otra que seguir vivos para contemplar cada día el triste espectáculo de la masa informe de ignavos que gobierna y que, lo que es peor, transmite sus vicios a una sociedad cada vez más contagiada de sus mismos pecados.

Cada vez es más difícil hablar con el compañero, el amigo o el vecino si no es a gritos, si no es descalificando, si no es desde la incomprensión y la trinchera a la que desde la política se nos ha lanzado a todos los ciudadanos. Y eso, en un país que lleva desde Goya asistiendo a matanzas periódicas entre sus gentes, no sólo es lamentable, sino sumamente peligroso.

¿Cuánto tardará la impostada violencia verbal que la política oficial nos regala en transformarse en violencia real en nuestras calles? No es una pregunta fatalista, es el conocimiento de nuestra realidad histórica.

Ahora que he vuelto de mi exilio caribeño, no quisiera tener que volver a irme. Cálmense todos, no me obliguen a retomar la hamaca, la piña colada y las mulatas. No me hagan eso, por favor. Trátense, si no con cariño, al menos sí con humor, con elegancia, con decoro. Salgan de la trinchera y recuerden que ya seamos de derechas, de izquierdas, constitucionalistas, soberanistas, o lo que sea que seamos, en el fondo (y en la superficie), todos somos lo mismo: una panda de pobres desgraciados.

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