Un socialista camino de la Casa Blanca

Como judío agnóstico y socialista, Sanders encarna tres de las etiquetas más indeseadas del panorama electoral estadounidense

19 mayo 2017 20:16 | Actualizado a 21 mayo 2017 21:30
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Al día siguiente de ganar las primarias de New Hampshire por el mayor margen de la historia después de John F. Kennedy, Bernie Sanders volvió al apartamento de Brooklyn en el que se crió. La sede de campaña de su rival Hillary Clinton también está en este barrio de inmigrantes que se ha puesto de moda, pero en la parte noble, frente a Manhattan. A 40 minutos en metro del gueto de judíos en el que Sanders creció leyendo a Karl Marx y jugando al baloncesto.

Midwood ya no es coto de inmigrantes europeos. Sanders tampoco es un marxista. Ni el propio Marx lo era cuando murió. Es una de esas preguntas trampa que plantea el presentador de Fox Sean Hannity para demostrar que no se puede distinguir entre el socialista que ha ganado las primeras primarias del Partido Demócrata y el autor del Manifiesto Comunista. «¿Quién dijo: Lo único que sé es que no soy un marxista?». Según Engles, fue el propio Marx, pero la lógica apunta a cualquiera menos él. Y así, entre tópicos y argucias, reviven los fantasmas de la Guerra Fría y más de medio siglo de propaganda contra la Unión Soviética.

La vieja URSS, no hay que olvidarlo, era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, por lo que la palabra «socialista» pesa en el imaginario popular de EEUU junto a la hoz y el martillo. En una encuesta de Gallup sobre las bestias negras del electorado, los estadounidenses se mostraron dispuestos a votar por una mujer, un negro, un judío, un gay y hasta un musulmán antes que por un socialista. Como judío agnóstico y socialista, Sanders encarna tres de las etiquetas más indeseadas del panorama electoral. Si Barack Obama se pasó la campaña del 2008 desmintiendo que fuese un socialista, el senador independiente de Vermont hace gala de ello.

 

Un hombre convencido

En su despacho tiene colgada una foto de Eugene Debs, el sindicalista socialista que le precedió a principios del siglo XX en su intento de llegar hasta la Casa Blanca. Debs lo intentó cinco veces, la última en 1920 desde una cárcel de Atlanta. En esos años locos de la prohibición, el jazz y el Art Deco, en que América construía rascacielos frente a una Europa devastada por la Primera Guerra Mundial, el padre del socialismo estadounidense sabía que no tenía ninguna oportunidad, pero sentía la obligación moral de dispersar su mensaje. Si hubiera esperado al crack del 29, hubiera encontrado un terreno mucho más fértil, porque el socialismo se nutre de las desigualdades sociales.

Un siglo después, la crisis de las hipotecas basuras y el movimiento de Occupy Wall Street han proporcionado a su único sucesor el terreno abonado del que nunca dispuso Debs. No es que Sanders sea un oportunista, sino un socialista convencido e independiente que por primera vez se presenta a las elecciones con un partido establecido en el poder. Si cuando anunció su candidatura en abril la campaña de Clinton le recibió como un rival inofensivo que ayudaría a dispersar su imagen de inevitabilidad, pronto se vio que su mensaje anticorporativo prende como la pólvora en estos tiempos en los que el sueño americano parece más escurridizo que nunca. Para agosto el candidato improbable le sacaba ventaja en las encuestas de New Hampshire y acortaba distancia en las de Iowa.

 

La huella de Luther King

Le aupaba una generación de jóvenes que no ha conocido la Guerra Fría y que en el último debate se lanzaron a buscar a Kissinger en Google cuando Sanders le echó en cara a su rival que le tuviera entre sus asesores. La mayoría no sabía ni quién era el ex secretario de Estado alérgico al comunismo que autorizó los bombardeos secretos de Laos durante la Guerra de Vietnam, ayudó a la CIA a sufragar el golpe de Estado en Chile, promovió el apartheid en Sudáfrica, intervino secretamente en la guerra civil de Angola, planeó incontables intentos de asesinatos en Cuba e impulsó el entrenamiento de la policía secreta del Shah de Irán.

A Sanders le entienden más cuando les recuerda que las políticas económicas en favor del último gobierno republicano provocaron la peor crisis económica desde la Gran depresión de los años 30?. O cuando recuerda que en ese apartamento de Brooklyn en el que vio discutir a sus padres por tensiones económicas se esfumó el sueño de comprar un piso más amplio. Su madre murió de un ataque al corazón a los 45 años sin verlo cumplido, y su padre, un inmigrante polaco que nunca llegó a hablar buen ingles, la siguió poco después. Sanders entendió entonces lo que Martin Luther King le hizo ver a Lyndon Johnson, que la búsqueda de la felicidad que prometieron los padres fundadores está reñida con las presiones económicas de una sociedad que favorece el enriquecimiento de unos cuantos, cada vez menos.

 

El hombre indispensable

Al comenzar huérfano la década de los sesenta, Sanders cambió su facultad de Brooklyn por la Universidad de Chicago, donde se afilió al Partido Socialista, lideró las protestas contra el segregacionismo y la brutalidad policial, por las que fue detenido. Se hizo objetor de conciencia contra Vietnam y marchó con Martin Luther King por los derechos civiles en el Mall de Washington. Convenció a su hermano para juntar la escasa herencia que les quedó de sus padres con la dote de su novia y comprar 85 acres de bosque por 2.500 dólares en el estado más despoblado del país, Vermont, ese que habían visto a los 13 años en un folleto de turistas que les dieron en Manhattan. No sólo se convertiría en su hogar, sino en su laboratorio político y nave nodriza de su carrera en el Congreso, donde lo ha representado durante 20 años.

Todavía hay quien recuerda al joven de rizos con un niño en las rodillas que levantó la mano cuando en la reunión de la formación antibélica Liberty Party pidieron voluntarios para presentarse a gobernador. Era una batalla perdida, como que libró el socialista Eugene Debs, necesaria para difundir el mensaje. Sanders se presentó dos veces a senador y una a gobernador, siempre a fondo perdido, hasta que se hizo independiente y, casi por carambola, le arrebató la alcaldía frente a un poderoso cacique local.

Si estas primeras elecciones las ganó por diez votos, luego sería reelegido dos veces, cada una por mayor margen. El socialista de Vermont que hacía la Revolución Sanderista no bebía de Marx sino del New Deal de Franklin Roosevelt, un keynesiano que utilizó los recursos del estado para dinamizar la economía y sacar al país de la Gran Recesión.

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