Cambiar de piel

Eurodisney encaja a la perfección con el espíritu parisino, porque está pensado para adultos

19 mayo 2017 17:44 | Actualizado a 21 mayo 2017 15:31
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Cuando más suave es la caricia, más profundamente se siente”, dijo René Lavand barajando sus cartas. Podríamos añadir que los árboles son más bellos cuantos más años acumulan. Son dos sentencias que encajan con una de las ciudades más bellas del mundo, siempre sutil, siempre madura, siempre a punto para sorprendernos o, al menos, hacernos reflexionar. Se llama París y es el paraíso de lo inabarcable, de eso que decía el Principito: “las cosas más importantes son las que no se ven”.

A París se llega en peregrinación. Nada mejor que el tren. El tren ahora es cómodo y veloz (cubre directamente desde Tarragona hasta Marsella o desde Barcelona hasta París) pero no lo suficiente como para que el viaje no sea iniciático, contemplando la transformación del paisaje, que es también la transformación del paisanaje. Como dice “El libro del Té”, “la belleza penetra gradualmente”. La bofetada del avión puede ser práctica, pero nunca iniciática. Porque viajar no es cambiar de lugar, sino cambiar de piel.

Vale la pena tomar el tren, son seis horas de suspensión del tiempo, de reencuentro con la serenidad silenciosa y la recuperación anímica. No me extrañaría que algún psicólogo sabio lo recomendara a ciertos pacientes. Antes nos refugiábamos en un convento para pensar, ahora podemos hacerlo más intensamente en un tren atravesando Francia.

Cuando uno se siente atraído por otra persona, ¿se conforma con tomar un café con ella? ¿No repetiría luego con una comida y una cena y todos los cafés que hicieran falta? Lo mismo ocurre con las ciudades que subyugan (Bangkog, Venecia, Nueva York, Estocolmo y pocas más, aparte de la capital francesa). Repetir equivale a seguir descubriendo. Yo intento ser de los que repiten sin cansarse jamás, al tiempo que soy de los que piensan que el principal activo de una ciudad son sus habitantes.

El talento de los parisinos es un imán. La semana pasada, en el metro de París, le pregunté a un caballero de qué era la extraña insignia que lucía en su solapa. “Es del Parlamento –respondió– soy un “elegido” (diputado)”. Hablamos hasta llegar a su destino. Cerca, había un hombre con otra insignia peculiar. Le pregunté también. La “medalla al mérito civil”. Me explicó que había trabajado en unas minas. Era el premio a su entrega. Dos hombres, dos historiales de esfuerzo y dedicación. Una conversación deliciosa y “au revoir”. Siempre hasta la vista, porque uno tiene ganas de volver a encontrarse con esa gente de hablar sincero y abierto. En cierta ocasión, una martiniquense, al despedirse, me dijo “hasta la vista, en el Paraíso”. Bellos deseos de espíritus cultivados.

Confieso que he estado de nuevo en París –y yendo en el tren de la Renfe-Sncf– acompañando a mi hija pequeña, porque a sus trece años ya puede entender el sentido de un país y su capital que han tenido siempre vocación de estar en la vanguardia de todo lo que concierne a la condición humana. Ha comprendido de maravilla el significado del Louvre, expresión del arte exquisito a través de la turbulenta Historia, el espíritu aventurero de la torre de los hermanos Eiffel, el lujo comedido del restaurante “Le train bleu” que acoge hoy exactamente igual que acogía a los viajeros del Orient Express, la serenidad de sus parques, el bullicio desbordante de las callejas del Barrio Latino o la calidad de vida de las tiendas de la rue Royale. Todo ello, movido por gentes naturales, acogedoras y atentas, sin sobreactuaciones. La rectitud de su actuar hace que sean cordiales sin dejar de ser rigurosos.

Contrariamente a lo que piensan muchos, Eurodisney encaja a la perfección con el espíritu parisino, porque es un parque pensado más para adultos que para niños. Nunca rechazo el poder visitarlo. Aquí, la exigencia americana se da la mano con la calidad de vida francesa. La calle principal (Main Street) es una exhibición de la arquitectura de los colonizadores, especialmente los de Luisiana, la ciudad creada por los franceses de Nueva Orleans. Los jardines de Disney –considerados unos de los mejores del mundo, son estudiados en varios libros de jardinería– son para adultos. Que ningún adulto menosprecie Disney sin haberlo visitado con ojos de aprendiz de brujo.

He citado la torre Eiffel. Gustave Eiffel fue un ingeniero extraordinario, cuyo mayor mérito es que todas sus obras (entre otras, la estación de Port-Bó, la pasarela de Girona, un restaurante en Palamós, etc. etc.) resisten incólumes más de un siglo después. Cuentan que cuando construyeron un faro en Denis Island (Seychelles) una vez acabado se hizo tirar las herramientas de construcción al mar “porque nunca más serán necesarias”. El faro sigue en pié… La calidad, antes que la creatividad. Sin embargo, Picasso pintó “Guernika” con pinturas pésimas, alegando no tener dinero; el Guernika tendrá que ser restaurado (repintado) íntegramente mucho antes de cumplir un siglo. La calidad de la vida parisina está muy por encima de su famoso lujo, quizás porque no hay lujo sin calidad.

Las esculturas en cristal de Daum, las tapicerías de Maxim’s, el soberbio mural dorado del Folies Bergère, el jardín japonés de la fundación Khan, los nuevos museos (Louis Vuitton, Quai Branly), el caviar de Petrosian, las cenas de Lipp, los dulces de Fauchon, el té Mariage Frères, las ostras Marennes en cualquier restaurante que se precie, las cuberterías de Christofle, e incluso el incombustible ambiente del Café de la Paix, marcan entre docenas y docenas de experiencias viajeras la esencia de ese París siempre aleccionador, sin estridencias, que sabe ser suave como las mejores caricias y robusto como las raíces de sus grandes castaños. Irresistible.

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