De himnos y banderas. Mi único himno, la novena sinfonía de Beethoven

Libertad. Las banderas siempre me han parecido trapos de colores y los himnos, sandeces plasmadas en una partitura, pero respetaré siempre a quienes se emocionan con ciertos símbolos 

05 febrero 2018 10:45 | Actualizado a 05 febrero 2018 18:55
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Una anodina infancia en Gandesa, bajo el sombrío régimen del general Franco en los setenta, sólo daba cabida a la temprana y libertina imaginación. A poca cosa más que a ese ilusorio y primitivo deseo de romper amarras para que todo lo anteriormente soñado tuviese una plácida conversión real lo menos traumática posible con la tradición familiar. El único refugio, por entonces, eran los libros, Radio Andorra y la OJE, la organización originaria de los falangistas para adoctrinar –más que educar- a la hambrienta, sañuda e irrefrenable juventud de la época bajo ese rimbombante insulto de «formación del espíritu nacional». Español, por su puesto. Ahora se estila otro tipo.

Frente al edificio de la OJE me propinaron el primer bofetón fuera de casa proveniente de los cinco dedos de un extraño. Un tipo mayor que yo, hinchado de ardor guerrero que poco hizo en la vida más que buscar el manto protector de todo aquel a quien adulaba. El mismo individuo que, años después, encontraría sentando en el Parlamento catalán. El nacionalismo nunca lo abandonó, aunque cambió de bando. Una hipócrita y acomodaticia transmutación habitual en todo franquista de la denominada Catalunya Nova. 

Me dejó sus dedos marcados en la mejilla izquierda, un fugaz acufeno, seguido de una momentánea sordera y de un tambaleo –quizá tembleque- que pudo frenar mi compañero de filas. Unos minutos antes: posición de firmes, brazo en alto y cabeza erguida mientras izaban la bandera española, la del aguilucho, una de tantas que nos han impuesto guerras y revoluciones, siempre lideradas por cuatro avispados chusqueros con ínfulas de salvapatrias. Como acertó a afirmar el literato inglés Samuel Johnson, el patriotismo es el último refugio de los canallas.

Pese a que jamás me he puesto de pie por un himno respeto a quienes entonan el suyo

Pero ¡ay! Mi error fue mantener la boca cerrada porque me opuse por sentido común y por principios a entonar ese supremacista himno de Cara al Sol. Me niego a llamarlo fascista, epíteto tan absolutamente degradado en la Catalunya de hoy que hasta ha perdido su significado original. 

Años más tarde fui recluido durante ocho meses en una lúgubre y mohosa armería de la Avenida de Catalunya de Tarragona, donde ahora mismo se alza el edifico de la universidad. Durante un mes me tuvieron deambulando por departamentos y oficinas militares, a cual más ajado. Nadie quería tener a un periodista husmeando entre papeles mecanografiados y absurdas estadísticas, cuya única finalidad era justificar el presupuesto de una institución venida a menos y el sueldo de sus integrantes. Pero ¡ay! Mi error, en ese caso, fue hablar más de la cuenta. Y arriesgarme a preguntar, la innata actitud de todo periodista.

Del mismo modo me asquean los que delatan a quienes se niegan a cantarlos

La pregunta, en la habitual clase teórica, fue simple: «Si hubiera triunfado el 23-F y hubiésemos vuelto a la bandera del águila. O acaso, si mañana proclamaran la república imponiendo la bandera tricolor ¿a qué bandera tendríamos que rendir pleitesía, mi capitán?». De ahí los ocho meses en la armería rodeado de Cetmes.

Desde entonces, jamás me he puesto de pie por un himno. Jamás me ha emocionado una bandera. En mi etapa de periodista parlamentario, intentaba escabullirme en cualquier acto oficial compinchado con unos cuantos compañeros de El País a quienes los absurdos protocolos de exaltación patriótica les provocaban tanta urticaria como a mí. Siento más respeto por la cabra de la legión. Al fin y al cabo es un animal y no se entera. Pero las banderas siempre me han parecido trapos de colores y los himnos, sandeces plasmadas en una partitura.

Semejante opinión no me impide respetar a quienes entonan su himno (democrático, se entiende). A quienes lloran con su bandera. O a quienes, en un ataque de sinrazón, darían su vida por el territorio al que consideran su patria. Pero del mismo modo, me asquean los mismos que los abuchean o aquellos que delatan e insultan a quienes, en aras de su propia libertad, se niegan a cantarlos. Una teórica marxista como Rosa de Luxemburgo escribió: «La libertad, sólo para los miembros del gobierno, sólo para los miembros del Partido, aunque muy abundante, no es libertad del todo. La libertad es siempre la libertad de los disidentes». De ahí que mi único himno sea la novena de Beethoven.

 

Periodista. Natural de Gandesa, Josep Garriga empezó como periodista en Diari de Tarragona. Después de casi dos décadas en El País ahora trabaja en el departamento de comunicación de AGBAR.

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