¿De quién son las calles?

Resulta inaceptable que los principales dirigentes de un partido de gobierno justifiquen la violencia volcada contra quienes ejercían la libertad de expresión y reunión que la Constitución garantiza

11 abril 2021 07:30 | Actualizado a 11 abril 2021 15:43
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François La Rochefoucauld, príncipe de Marcillac, fue un aristócrata y pensador francés del siglo XVII. Protagonizó una juventud marcada por un indomable espíritu aventurero, tanto en el ámbito militar (fue gravemente herido en la batalla de Faubourg Saint-Antoine), como en el tablero político (intrigó contra los cardenales Richelieu y Mazarino) y también en el plano sentimental (frecuentó las alcobas de numerosas e influyentes aristócratas de la época). Sin embargo, la segunda parte de su vida fue más reposada y reflexiva. A esta etapa corresponden sus Máximas, un compendio de pensamientos caracterizados por una visión desengañada, cáustica y egoísta de la condición humana. Entre otras afirmaciones, Rochefoucauld dejó escrito que «para tener éxito debemos hacer todo lo posible por parecer exitosos», una reflexión repetida y aplicada en el mundo de la economía y los negocios, pero también en el de la propaganda política.

En efecto, no es extraño comprobar cómo todo tipo de organizaciones tienden a pavonearse ante la opinión pública, fingiendo un nivel de representatividad que no se corresponde con la realidad: los grupos extraparlamentarios actúan como si contasen con un respaldo del que carecen, los partidos minoritarios pretenden arrogarse un mandato popular inexistente, y las grandes formaciones intentan hablar en nombre del conjunto de la ciudadanía. Es decir, todos ellos alardean de una representatividad mayor a la real, no sólo para adjudicarse un poder superior al que les corresponde, sino también para inocular en el votante la impresión de ser más relevantes de lo que realmente son, porque esa apariencia de éxito multiplica las posibilidades de lograr que ese objetivo se convierta en realidad: acceder a las instituciones, convertirse en un gran partido o alcanzar una hegemonía aplastante, respectivamente.

Uno de los ámbitos en que se evidencian estas dinámicas propagandísticas es el control de la calle. Todos recordamos, por ejemplo, el mantra independentista «Els carrers seran sempre nostres», una frase festiva y aparentemente intrascendente, que sin embargo arrastraba larvadamente un intento evidente de apropiación abusiva de la representatividad general. ¿Qué pretendía afirmarse con semejante lema? ¿Acaso las calles no son de todos? ¿Ser partidario de la secesión otorga un derecho preferente sobre el espacio público? Aunque estoy seguro de que la mayoría del electorado independentista no entendía la frase en ese sentido (salvo los descerebrados de turno), estas palabras sugerían subliminalmente el objetivo de silenciar o invisibilizar a la otra mitad de la población. Y cuando uno acaba interiorizando este tipo de reflexiones, puede terminar considerando que una manifestación de signo contrario constituye una ofensa intolerable, merecedora de incidentes que ya hemos padecido en el pasado.

Algo parecido ha sucedido esta semana en Vallecas. En consonancia con su estrategia de polarización y caldeamiento ambiental, los líderes de Vox convocaron el pasado miércoles un mitin en la Plaza Roja de este popular barrio madrileño, de perfil nítidamente obrero. Algunos colectivos de izquierda acudieron al lugar para reventar el acto, y la jornada terminó como el rosario de la aurora: lanzamiento de piedras, decenas de heridos, varios detenidos… Afortunadamente, la práctica totalidad de partidos políticos ha condenado la violencia ejercida contra los concentrados, que tenían perfecto derecho a reunirse y defender públicamente sus opiniones, por muy nauseabundas que nos parezcan. Como presuntamente dijo Voltaire, «estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo».

Lamentablemente, la actuación de grupos incontrolados es una triste realidad que debe darse por descontada, especialmente en un contexto de fuerte radicalización política como la actual. Sin embargo, lo que resulta inaceptable es que los principales dirigentes de un partido de gobierno justifiquen la violencia volcada contra quienes ejercían la libertad de expresión y reunión que la Constitución garantiza. A modo de ejemplo, ahí van algunas perlas que la plana mayor de Podemos ha publicado estos días: «Hoy los ultras de Vox han ido a provocar violencia a Vallecas» (Pablo Iglesias), «L@s vecin@s de Vallecas defienden su barrio del racismo, del machismo, de la lgtbifobia, del odio al pobre» (Irene Montero), «Gracias a los/as vecinos/as de Vallecas que han dicho no al fascismo» (Ione Belarra), «Hoy unos pijos han ido a Vallecas a intentar provocar a los vecinos con bravuconadas» (Pablo Echenique), etc. En el fondo, los dirigentes de la formación morada han venido a decir que las calles y plazas de este barrio, donde en las últimas elecciones dos tercios del electorado votó a la izquierda y un tercio a la derecha, son propiedad exclusiva de los primeros. Frente a este tipo de posicionamientos, merece la pena realizar un par de reflexiones.

En primer lugar, desde la perspectiva de los principios, cada vez resulta más difícil imaginar una mentalidad tan característicamente fascista como la de quienes se autodenominan antifascistas. Sin duda, arrojar objetos contundentes contra un partido legal que expone su programa, en el marco de una campaña electoral, es una acción intrínsecamente antidemocrática. Por otro lado, desde una óptica más pragmática, estas imágenes de violencia son el mayor favor que se puede hacer a la ultraderecha, porque cada piedra lanzada contra Santiago Abascal se convierte en miles de votos que viajan desde Ciudadanos y PP hacia Vox. En mi opinión, son muchas las características negativas que cabe predicar de los líderes de Podemos, pero entre ellas no está la falta de inteligencia. Dando por hecho que son perfectamente conscientes de este trasvase de papeletas, sólo cabe concluir que lo están favoreciendo porque les resulta más fácil enfrentarse a una derecha paródica y cavernaria, aunque este fenómeno degrade la calidad democrática del país. Son las miserias de la política con minúsculas.

Colaborador de Opinió del ‘Diari’ desde hace más de una década, ha publicado numerosos artículos en diversos medios, colabora como tertuliano en Onda Cero Tarragona, y es autor de la novela ‘A la luz de la noche’.

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