El origen de la desigualdad (1)

En un principio las mujeres romanas debían quedarse confinadas en casas sin ningún derecho

19 mayo 2017 19:08 | Actualizado a 21 mayo 2017 17:29
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Apreciado Ramón, vuelvo a ser tu Tarragona. El pasado marzo percibí la celebración del «Día de la Mujer 2016». Los medios de comunicación iban repletos y deseosos de mantener la esperanza. Fue casi una semana de buenas voluntades: Eliminar en el futuro la discriminación, conseguir la igualdad y perseguir la violencia de género.

Pero ya está, pasó la fecha y hasta el año que viene. Mi condición de ciudad de nombre femenino me incita a evitar que no quede suspendido ese tema de vital necesidad, hay que frecuentarlo, publicar incisiva y continuamente para lograr en todos los frentes la certidumbre absoluta de intento serio para un mundo igualitario. Por eso hoy vuelvo a insistir, a lo mejor doy un pequeño zarpazo moral a la pasividad de los privilegiados adjudicatarios. Para lograrlo, exprimiendo mi memoria –algo turbia pero de viva estabilidad– intentaré, sin pretender darte una lección de historia y muy por encima, repasar el origen de esa desigualdad.

En los pueblos primitivos de la civilización los trabajos diarios eran duros. El hombre, más fuerte, se dedicaba a cazar. La mujer, en menor medida física, dentro y fuera de la cueva o choza cubría el mundo restante: Domesticaba los pequeños animales amamantando algunos, se proveía de gusanos, moluscos y peces y preparaba las carnes y pieles producto de la caza del hombre, mas adelante además posiblemente debía tejer o hilar. O sea, que ella hacía más de cinco cosas y él solo una.

Aún así, debido a su fuerza física el hombre ya se otorgaba superioridad. A raíz de esa hombría –está en la historia antigua de casi todos los países y razas– para la adquisición de la, digamos novia o futura esposa, se encuentra el rapto empleando la fuerza, astucia o dinero, con variantes de compra, según la demanda.

Ella podía costar, por ejemplo una vaca u otros bienes provechosos. Él era más generoso si la mujer aparentaba buena salud, capacitada para el trabajo, de alto linaje familiar o si era virgen. Por desgracia ese anatema contra las más vulnerables fue el paisaje durante milenios.

Oyendo esas de barbaridades es lógico que llegada la civilización, rescatadas de la barbarie y calmadas las aguas torrentosas del brutal proceso, quizá te parezca que las féminas habíamos adelantado. Cierto, pero quedaba mucho, porque por ejemplo, ya en plena cordialidad y pleitesía, en lo referente a derechos, en el Reino Unido –país de acrisolada democracia– hasta el 1928 las mujeres no podían votar y aquí, en 1972 la ley no les otorgaba la mayoría de edad hasta los 25 años. Parecen nimiedades, pero tales desdeños seguían constituyendo una herencia machista en pleno siglo XX. Y para mayor desprecio, un poco antes en Estados Unidos, con descarada violencia sorda, concedieron el derecho de voto a los antiguos esclavos antes que a las mujeres, que lo obtuvieron en 1910, casi medio siglo después.

Perdona, se me han deslizado a la mente reconvenciones de fechas cercanas. Voy a seguir con las históricas. ¿Qué tal la admirada Grecia? En Atenas, según el filósofo Aristóteles el hombre era, por naturaleza, para mandar en la mujer. Ese concepto probablemente le venía de su maestro Platón, que se quedaba tan pancho opinando que ellas debían estar en casa sometidas a su marido.

Menuda exquisitez del famoso historiador Herodoto: decía que las mujeres debían prostituirse a los extranjeros al menos una vez en la vida. Demóstenes, el famoso orador y profesor de política, comentaba convincente «Tomamos una cortesana para nuestros placeres, una concubina para los cuidados diarios de nuestra salud y una esposa para tener hijos legítimos».

Moldeada inquina debió mencionarlo en alguna de las reuniones llamadas banquetes, reservadas a los hombres, donde las únicas mujeres que podían asistir eran las Hetairas – prostitutas de lujo y de formación intelectual – y las sirvientas.

Me referiré ahora a los complacidos romanos, que no se quedaron cortos. En sus principios las mujeres debían quedarse confinadas en casa sin ningún derecho. Por mi Tarraco, durante la República y siglo I aC. Indudablemente que había mujeres cultas, pero eran rechazadas, lo cierto es que estaban celosos de sus esposas talentosas, así que utilizaban a sus esclavos para vigilar si cometían adulterio, que en mujeres era castigado muy duramente. Eso era el día a día moderado y suavón. Como si no pasara nada, en esa época un conocido me refirió parte del texto de la carta de un tal Hilarión a su esposa embarazada: Si das a luz antes de que yo vuelva, si es varón déjalo vivir, si es hembra deshazte de ella.

Esas cosas trascurrían con cierta normalidad, los hijos no deseados se llevaban a zonas solitarias y se les dejaban morir. Hay que situarse sobre el discurrir de esos tiempos y su ámbito, el tránsito de la vida era corto, la muerte sobrecogía en menor medida.

Se consideraba habitual que algunas mujeres no sobrevivieran al parto, hijos que no llegaban a la pubertad. Era un hecho común que las mujeres –sin ofrecerles respeto y libertad– parieran seis o siete veces y no sobreviviera ningún hijo. No son metáforas, por ejemplo la madre de Tiberio parió doce hijos y solo subsistieron tres.

Era fundamental casarse para tener hijos legales. Generalmente los matrimonios se pactaban cuando la niña tenía seis o siete años. En la ceremonia nupcial, se vivía una ostentación de fuerza masculina, verdadera comedia de rapto con resistencia burlesca, porque la madre refugiaba a la hija en sus rodillas. Era conducida a viva fuerza por el novio y sus amigos, al llegar a casa él la levantaba para que sus pies no pisaran el umbral. Interesante condición: Prohibido casarse a los hombres mayores de 60 años y a ellas de 50. Fácil la disolución o divorcio, pero en época anterior a Augusto, solo para la mujer, se consideraba meritorio no contraer segundas nupcias.

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