Felipe de Edimburgo

No fue un hombre perfecto pero contribuyó a fortalecer los cimientos de una institución cuya estabilidad apenas se cuestiona en el Reino Unido

15 abril 2021 09:30 | Actualizado a 15 abril 2021 10:45
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La muerte con casi cien años de Felipe de Edimburgo, el esposo desde el año 1947 de la también longeva reina Isabel II de Inglaterra, ha sido encajada con un respeto reverencial y conmovedor por la opinión pública británica, que ha dejado momentáneamente sus múltiples rencillas y diferencias -ideológicas, territoriales y políticas- para rendir tributo masivo a este personaje que ha sido herramienta fundamental de la monarquía durante más de setenta años, báculo de la jefatura del Estado, representante caracterizado del anglicismo, símbolo de una pertenencia y de una ilación histórica.

Lo más sorprendente de la reacción al luctuoso suceso en el castillo de Windsor, tres semanas después de haber estado ingresado durante un mes por una infección y una operación del corazón, ha sido la espontaneidad. No ha habido convocatorias ni llamadas: la ciudadanía ha lamentado sinceramente el óbito, se ha sentido abarcada por él, en algo muy parecido al reconocimiento de su propia nacionalidad. Que no es agresiva sino vivencial y geográfica, y que forma de algún modo un solo tronco existencial, plural y diverso, amparado por la solvencia de la vieja democracia británica.

Felipe de Edimburgo no fue un hombre perfecto. Tuvo sus más y sus menos con la prensa, cometió errores abultados que se interpretaron como un poso racista… pero fue fiel a su misión, jugó con elegancia el juego que el destino le había deparado, contribuyó a fortalecer los cimientos de una institución cuya estabilidad apenas se cuestiona en el Reino Unido. Cada cual debería extraer del caso sus propias lecciones.

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