La Dolce Vita

Roma son rincones, secretos, pequeños detalles, el declive hecho arte

19 mayo 2017 23:24 | Actualizado a 22 mayo 2017 21:28
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En casa cuando nos cansamos de debatir sobre política o fútbol echamos mano de discusiones geográficas. «¿Qué ciudad te gusta más? ¿En cuál se come mejor? ¿Dónde te gustaría vivir?» Y así hasta el infinito. De momento gana París, pese a la sopa de cebolla y los franceses. Yo voy con Roma, pese a todos sus pesares, que son unos cuantos.

Un día me presentaron a un tipo que había decidido que la jubilación a los 65 años era un sinsentido. Él decidió que lo haría a los 38. Trabajó como una bestia y cobró como tal hasta esa edad y ahora vive como un nómada en función de sus recursos y del coste de vida de las ciudades en las que cae. La última vez que supe de él andaba por Sudamérica buscando pueblos perdidos de postal donde afincarse con su pareja. Le iba la vida contemplativa: Leer, escribir, ver el mar, escuchar el canto de los pájaros y jugar al parchís. Una opción como otra cualquiera.

Antes de despedirse me preguntó en qué ciudad viviría yo. La cosa estaba entre Nueva York y Roma, que se parecen en el blanco de los ojos. Al final, como casi siempre, ganó la ciudad eterna. Lo que no le dije fue que ya había pasado una temporada allí. Fue justo después de acabar la carrera. Me ofrecieron un trabajo y dije que no, que me iba a Roma tres meses con una amiga a ver la vida pasar y poner copas los sábados por la noche. En casa aún resuenan los gritos de mi padre y las dudas sobre mi estado mental.

Maldije la ciudad cada día, se puso a prueba mi sistema nervioso, me preguntaba (lo sigo haciendo) como una ciudad así podía funcionar, pero al final del día me decía que no podía haber un sitio mejor en el que estar.

Seguramente no sea la más bonita, ni la más espectacular. No es la más cómoda, ni la más limpia. Es caótica hasta decir basta pero tiene algo que las otras no te dan. No me pidan que lo precise. No se puede. «El amor no puede definirse como un árbol o el mar. Son los ojos con los que vemos. El ser santo aunque pequemos. Es la luz que pintando reflejemos». No me apunten a mi esta cita, es de Wim Wender en The Million Dollar Hotel. Roma son rincones, secretos, pequeños detalles, el declive hecho arte. Escenario de una película sin fin. «Está todo roto» me han dicho alguna vez y ahí me desarman porque no hay respuesta a la altura de tamaña afirmación.

Tomen un helado en Frigidarium y coman todas las pizzas posibles en La Montecarlo a la vez que discuten con su propietario sobre la Juventus (no se les ocurra sacar el móvil en la mesa si no quieren que les caiga una pequeña bronca. El capo asegura que crea interferencias con el horno de leña). Afilen todos los sentidos y caminen sin rumbo fijo porque en el lugar más inesperado pueden encontrar un tesoro. Dice el periodista Enric González que quién no se enamora de Roma sentado en la terraza del Caffé della Pace es mejor que lo deje correr. Me sirve como me serviría cualquier otro rincón romano. Hagan la prueba: Siéntense, pidan un cappuccino y disfruten con el teatro que se abrirá paso ante sus ojos.

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