Un baile en Andamán

Los tailandeses no hacen vida hogareña, la casa sólo es para dormir y no en la cama, en el suelo

19 mayo 2017 23:55 | Actualizado a 20 mayo 2017 21:40
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Medianoche de luna llena en las Phi Phi. Hotel para perderse nueve semanas y media. 5 parejas jóvenes sentadas, tomando algo, con los pies colgando sobre el mar de Andamán. Los de mi izquierda discuten, las otras no levantan la vista del móvil. Detrás de nosotros se levanta una pareja de sexagenarios. Se ponen a bailar. Me acaban de regalar la postal definitiva. Me acaban de obligar a escribir un artículo.

Tailandia, o mejor dicho Bangkok, está sobrevalorada, como Balotelli, las ostras, algunos vinos de unos cientos de euros y las películas asiáticas que arrasan en los festivales de cine europeos (films de Wong Kar-wai aparte).

Paisajes norteños frondosos y espectaculares, islas como para montar un chiringuito y quedarse allí a vivir la vida pero una capital que como carta de presentación es una invitación a no volver. Sucia, caótica, contaminada hasta decir basta y capacitada para revolverte las tripas sólo con sus olores.

Los tailandeses no hacen vida hogareña, la casa sólo es para dormir (y no en la cama, en el suelo que se está más fresquito). Se pasan la vida en la calle, tumbados y comiendo. Comen a todas horas y en cualquier sitio y eso hace que vayas por donde vayas el olor a su fritanga y sus salsas te persiga.

Bangkok es ciudad de contrastes: las riquezas del complejo del Palacio Real y la miseria que ves a sus puertas, edificios propios del skyline de Manhattan con chabolas al lado, el mercado de las flores que se presenta como un oasis de olores y en la esquina siguiente Chinatown, la joya de la corona de la hedor, lugares donde comes por 4 € y el Sirocco (que merece un artículo por sí solo) donde por una copa te soplan 50 euros.

Vayan a Tailandia pero yo de ustedes no me quedaría mucho en la capital. En mis fotos mentales por el país hay amabilidad a raudales, sonrisas iluminadoras (lo de país de las sonrisas no es gratuito), mucho picante, disfrutar de una luna de miel sin estar casado, regatear hasta la extenuación o hasta que te dabas cuenta que la discusión era por céntimos de euro, navegar por el río Kwai, subir en elefante, manejar un carro con bueyes, disfrutar con Chiang Mai y sentirte en un parque temático (con explotación infantil incluida) cuando vas a ver unas tribus que están más que preparadas para la ocasión. Nos explicó una guía local que los niños de la aldea no van al colegio porque sus padres consideran que para ablandar al turista de turno es mejor que sean los pequeños los que ofrezcan pulseras a euro.

Entre las fotos hay también un combate de muay thai en un ring al aire libre rodeado de clubs de chicas simpáticas. Lugar donde el promotor de la velada se emperra en que me suba a la esquina del cuadrilátero para tomar buenas fotos del combate.

Y sí, hay turismo sexual. Hombres entraditos en carnes y en años (especialmente británicos) con jóvenes tailandesas que podrían ser sus nietas. Me fijo en una de esas parejas. Él debe rondar la jubilación y pesa como un toro de lidia, ella está en la treintena y es una muñequita. Pasean de la mano por la playa, como una pareja más, jugando a estar enamorados. Luego veo que en el aeropuerto es donde se despiden, entre besos y arrumacos, dando por buena la mentira que han vivido. En cuanto él pasa el arco de seguridad ella se da la vuelta y se dispone a volver a empezar.

Hay otra foto, esta es en Birmania, en la frontera con Tailandia. Vamos a un mercado local con unas bolsas con material escolar para repartir y nos cruzamos con una niñita de unos 6 años cogida a las faldas de su madre que anda comprando. Nos paramos y le damos unas libretas y unos bolis, ella duda y espera el consentimiento de su madre que la acaba empujando hacia nosotros. Nos mira entre asustada y tímida y alarga la mano para coger lo que le damos. Se le ilumina la cara. Le hago una foto y posa con la señal de la victoria. Pocas sonrisas como esa voy a ver en mi vida.

Se van apagando las luces del hotel, nos miramos, acabamos la copa y decidimos que es hora de ir a la habitación. Aún suena la música. Me giro. La pareja sigue bailando.

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