Visiones

Resulta innegable que la situación de excepcionalidad que vivimos desde primavera constituye un marco idóneo para relajar los principios de democracia y libertad que sustentan nuestro modelo de convivencia

23 octubre 2020 08:10 | Actualizado a 23 octubre 2020 09:35
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El Titanic fue el trasatlántico más grande y lujoso de su época, con un diseño que incorporaba los últimos avances en ingeniería naval. Sus constructores lo consideraban insumergible, gracias a un ingenioso sistema de compartimentos estancos y puertas de cierre automático. Rondaba los 250 metros de eslora, y contaba con tres hélices y dos mástiles. Fueron muchos los potentados que no quisieron perderse su viaje inaugural, iniciado en el puerto de Southampton en abril de 1912. Para demostrar el poderío del buque, su experimentado capitán ordenó navegar a casi 25 nudos, pese al riesgo de chocar contra uno de los icebergs que frecuentemente surcan las aguas del Atlántico Norte. Lamentablemente, a 400 millas de Terranova, aquel portento tecnológico impactó contra un inmenso bloque hielo y se fue a pique en apenas unas horas. Más de dos mil personas perdieron la vida aquella noche, al no poder alcanzar ninguno de los escasos veinte botes salvavidas que se habían instalado en cubierta. Ni siquiera la mitad del pasaje pudo salvarse.

Fue también a comienzos del siglo XX cuando el escritor norteamericano Morgan Robertson comenzó a alcanzar cierta notoriedad pública, gracias a la publicación de la novela Futility, or the Wreck of the Titan. Esta pequeña obra narraba la tragedia del más grande y lujoso trasatlántico de la época. Sus diseñadores habían dotado al buque de un novedoso sistema de compartimentos estancos que prácticamente lo convertía en insumergible, tal y como afirmaban orgullosamente los ingenieros de la naviera. Aquella joya náutica fue botada un mes de abril en Inglaterra, rondaba los 250 metros de eslora, y contaba con tres hélices y dos mástiles. Lamentablemente, mientras cruzaba el Atlántico Norte a 25 nudos de velocidad, el ‘Titan’ chocó contra un iceberg a 400 millas de Terranova, y fue devorado por el océano. De nada sirvió la dilatada experiencia de su capitán en aquellos inhóspitos mares. La mayoría de los viajeros, muchos de ellos multimillonarios, fueron incapaces de subirse a los botes con que contaba el buque, poco más de una veintena, manifiestamente insuficientes para el volumen del pasaje. Más de dos mil personas perecieron bajo las aguas.

No estaría de más mantener-nos alerta ante la posible tentación que quizás sientan determinados gobernantes por normalizar unas prácticas que son absolutamente anormales y sólo justificables temporalmente por motivos sanitarios

Alguno de ustedes probablemente se esté preguntando cómo es posible que un escritor con una imaginación tan limitada fuera capaz de pasar a la posteridad. El bueno de Morgan podía haberse esmerado un poco en cambiar algunas características de su relato, aunque sólo fuera para disimular su escaso talento para elaborar escenarios y sucesos. Al menos podía haber bautizado el buque con un nombre que no relacionara de forma tan obvia su narración con la tragedia del 14 de abril de 1912. Sin embargo, nos falta un dato para valorar adecuadamente la creatividad de Robertson. Porque, efectivamente, la novela Futility, or the Wreck of the Titan fue publicada en 1898, catorce años antes del naufragio del Titanic, cuando ni siquiera había comenzado el proyecto de construcción del malogrado trasatlántico. Es entonces cuando el paralelismo deja de ser ridículo para convertirse en sorprendente, casi siniestro.

Algunos creen que las increíbles coincidencias entre ambos relatos fueron el simple fruto de la casualidad. Sin embargo, Morgan Robertson había trabajado más de una década en la marina mercante, donde alcanzó la categoría de primer oficial. Llevaba el mar en sus venas (su padre era capitán de barco), atesoraba destacados conocimientos sobre ingeniería naval, y su capacidad creativa estaba tan desarrollada que fue uno de los inventores del periscopio submarino. En ese sentido, más que casualidad, es probable que su novela fuera un aviso a navegantes (nunca mejor dicho) sobre los riesgos que podía acarrear la frenética carrera técnica y comercial entre las diferentes navieras de la época, obsesionadas por alardear de haber construido el buque más enorme, ostentoso y rápido de la historia.

No es infrecuente que algunos escritores utilicen sus relatos, formalmente ficticios, para advertir sobre los riesgos que intuyen en el mundo real. Por ejemplo, desde el comienzo de la pandemia, han sido muchas las referencias que se han publicado sobre 1984, una novela que leí en mi adolescencia. En ella, George Orwell dibujó un inquietante estado policial, capaz de tejer un control absoluto sobre la ciudadanía, apoyándose en el monopolio de la información, el paternalismo gubernamental, el aislamiento personal, es desprecio por la privacidad y la autonomía individuales, y el fomento del miedo a una amenaza machaconamente recordada. Los paralelismos también parecen evidentes.

Es difícil encontrar una persona más alérgica a la paranoia conspirativa que yo, pero resulta innegable que la situación de excepcionalidad que vivimos desde primavera constituye un marco idóneo para relajar los principios de democracia y libertad que sustentan nuestro modelo de convivencia. Por ello, sin coquetear con el negacionismo ni cuestionar la obediencia debida a las normas decretadas, no estaría de más mantenernos alerta ante la posible tentación que quizás sientan determinados gobernantes por normalizar unas prácticas que son absolutamente anormales y sólo justificables temporalmente por motivos sanitarios. No se trata de ser agorero, pero tampoco parece razonable abandonarnos en un sueño de confianza ciega en la bondad natural de los dirigentes que marcan nuestro rumbo colectivo.

Morgan Robertson adivinó con trágica precisión cómo acabaría la carrera suicida por el dominio de las rutas trasatlánticas. Y las deprimentes dinámicas descritas en 1984 ya se han aplicado, de alguna manera, en diversos puntos del planeta durante el último siglo. Como decía Juan Rulfo, «todo escritor que crea es un mentiroso. La literatura es mentira, pero de esa mentira sale una recreación de la realidad. Recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación». Afortunadamente, todavía podemos conseguir que la visión de Orwell no termine plasmándose, aunque sea de forma más sibilina, en la sociedad de los próximos años.

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