Aquel tiempo parado: Añoranza de los tiempos muertos vividos en La Pineda

El reloj iba más despacio. Hoy recuerdo que debajo de nuestros apartamentos había un súper donde me dejaban jugar a ser cajero... Hay tantas realidades en las que no reparamos. ¿Lo haremos todavía tras la crisis?
 

15 abril 2020 06:50 | Actualizado a 21 abril 2020 08:20
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He revisado mi artículo de marzo y he vuelto a comprobar lo ignorante que era hace treinta días.No es que hoy sea un poco más sabio pero desde luego sí mas prudente por lo que obviaré «el tema» del que a lo mejor están ustedes queridos lectores sobreinformados. Tampoco me parece que la óptica desde Madrid vaya a aportar nada que no conozcan ni les suene con lo que esperaremos a tener un poco de perspectiva por si podemos contar algo que haga la diferencia.

Mi cabeza en este tiempo ha volado hacia los años sesenta cuando llegamos por primera vez a La Pineda. Entonces el nombre le hacía justicia a la naturaleza que mandaba sobre el hombre proyectando familias de pinos al borde del mar proporcionándonos sombra pero también una fragancia que ahora añoro. Eran tiempos en los que el reloj iba mucho más despacio y las tardes llenas de sal y arena se alargaban hasta que una voz (mi madre Pilar) desde la cuarta planta nos reclamaba para cenar.

El restaurante El Dorado acababa de abrir sus puertas pero nosotros aún no estábamos entre quienes podían salir a comer los domingos. Nuestro concpeto del lujo se traducía en los pollos asados que daban vueltas dorándose y llenando la playa y las casas de un olor que hacía salivar. Debajo de nuestros apartamentos había un supermercado de ir por casa donde la encargada o el encargado me dejaban jugar a ser cajero. Hoy lo recuerdo cuando me paro y reconozco las caras de esos profesionales en los que difícilmente había reparado suficientemente hasta ahora. Hay tantas cosas y tantas realidades en las que no reparamos. ¿Lo haremos todavía tras la crisis?

A unos cientos de metros se apostaba el carrusel de columpios que daba servicio de entretenimento cuando los juegos de arena ya no daban más de sí. Aún recuerdo la sensación de vértigo y emoción cuando a la velocidad se sumaba el giro que el encargado daba a la silla para que dieras vueltas sobre vueltas. Siempre lo hacía con cara de pillo intentando descifrar cuando el efecto causaría mayor impacto en los niños.

Los juegos y aventuras (los pinos daban para mucho) dieron paso con los años a las guitarras y las reuniones en el atardecer, justo en esa hora mágica en la que todo parece posible y en las que se mezclaban canciones con algunas sustancias que entonces descubríamos y que luego tanto mal hicieron a algunos compañeros de esas veladas.

No éramos conscientes de que a unos cientos de metros se estaba proyectando un pantalán que luego sería el cordón umbilical de las industrias químicas. Sí que hubo una época posterior en la que el petróleo y la suciedad se apoderaron de nuestra querida playa pero entonces todavía estaba todo en construcción y disfrutábamos del aire y agua limpios.

Buscábamos rincones entre esos pinos, para descubrir de manera furtiva la sexualidad (lastrada por la nube del pecado tan presente entonces) y aprendíamos los rituales del amor y del deseo aprovechando la temporalidad del mismo. Esos intercambios, esas emociones que aceleraban tu corazón como si fuera a estallar se quedaban en el armario al finalizar la temporada y servían de entreno para los amores de invierno que eran o parecían palabras mayores.

Aunque mi primer beso me lo dio una muchacha llamada Margarita en Jaca (mi asma infantil, además del amor de mi padre por aquella tierra me llevaban cada verano hasta allí) la conciencia del despertar me llegó en La Pineda.

Muchas veces pienso en esos tiempos cuando recorro el paseo marítimo paseando o corriendo (pronto lo volveremos a disfrutar) y añoro el ritmo del tiempo. Un ritmo que cambia cuando cambias de ciudad (en Madrid es caótico y acelerado mientras que en La Pineda se posa más sosegado).

Es verdad que ahora necesito ese caos de ciudades como México DF o Madrid donde mi corazón late la mayor parte del día regido por ese desorden pero en algún momento ansío al mismo tiempo llegar a las dunas que rodean ese paisaje de infancia y adolescencia porque me da la paz que los otros escenarios no puedo apreciar.

Y pienso todo esto viendo las imágenes que informan de las barreras que las autoridades de Vila-seca han puesto en los accesos a la avenida Pau Casals para evitar que los foráneos rompamos el confinamiento amenazando la salud de los que viven todo el año allí. Y esas imágenes me parecen la pura esencia de esta pesadilla que estamos todos viviendo. Nuestro segundo hogar que recoge en sus entrañas nuestros recuerdos y retales de vida nos recuerda que nos espera fielmente para cuando todo esto esté superado.

Hubo un tiempo en que el ritmo estaba como frenado por ese corazón que latía bajo los pinos al ritmo lento que sus raíces y las olas marcaban. No ansío otra cosa hoy que recuperar ese latido y compartirlo. Y del gobierno,la oposición, los nuevos pactos de la Moncloa y el bucle informativo ya buscaremos repito la perspectiva para juzgarlos con sentido si es que nos queda algo cuando acabe todo esto.

*Javier Pons inició su carrera en Radio Reus. Ha sido director de ‘El Terrat’, director de TVE y CEO de Prisa Radio. Actualmente dirige la productora Globomedia (Mediapro).

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