A pocos días de que llegue el Miércoles de Ceniza, pórtico de la Cuaresma, me parece oportuno reflexionar sobre este gesto tan especial que se hace en las iglesias como es el de recibir ceniza en nuestras cabezas.
El antiguo rito oriental empleaba la ceniza, resto de una combustión, para significar la fugacidad de la vida. Los cristianos adoptaron este gesto como un rito penitencial que se aplicaba en un principio a los «penitentes públicos», que por sus graves pecados habían roto con la comunión eclesial. Después se extendió a todos los fieles para inaugurar este tiempo de conversión que precede a la Semana Santa.
En nuestros días cabe pensar que muchas personas consideren la imposición de la ceniza como una humillación innecesaria, producto de una época pasada en la que la consideración sobre el temor de Dios predominaba sobre su amor, y los sermones sobre el pecado dejaban menos espacio a la confianza en la misericordia divina.
En realidad humillarse por humillarse o expresar público arrepentimiento, nunca fue el sentido de la imposición de ceniza del primer día cuaresmal. Basta ver las lecturas que la Iglesia nos ha propuesto, comenzando por la del lejano profeta Joel, que se pregunta de qué sirve rasgarse las vestiduras si el corazón sigue lejos del Señor, es decir, de practicar el bien y la justicia. También encontramos un eco de esta idea en el salmo Miserere, cuando pedimos un corazón nuevo y un espíritu nuevo, mientras se canta el estribillo «misericordia Señor, hemos pecado».
La Cuaresma es un tiempo de oración, ayuno y limosna. No sólo de ayuno, es decir de mortificación. Si esto no nos acercara más al amor de Dios, ¿de qué serviría? Y si no fuera acompañado de la solidaridad con los demás, sobre todo con los más necesitados, ¿de qué nos valdría a ojos de Jesucristo, que nos dejó en herencia el mandamiento sublime del amor fraterno?
Muchas veces hemos oído el chiste fácil de alguien que propone comer ostras o langosta el Miércoles de Ceniza o el Viernes Santo para no contravenir a las disposiciones sobre la abstinencia de carne. La religión cristiana no es un código de la circulación, ni un formulario o una lista de preceptos: es conocer y amar a Jesucristo, quien en el Evangelio deja testimonio de cuanto aborrecía a quienes en nombre de la ley y sus menudencias rechazaban al prójimo. Vista en su verdadero sentido la Cuaresma es primavera del espíritu.