Cero contacto: la nueva (vieja) normalidad

La vida social mediterránea, más colaborativa y compar-tida con los demás que en otras latitudes, nunca había implicado hasta hace bien poco un contacto físico que para muchos de nosotros resultaba un tanto ajeno
 

04 mayo 2020 07:00 | Actualizado a 05 mayo 2020 18:51
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Estos días se ha colado en nuestras conversaciones familiares (limitadas casi exclusivamente al ámbito estrictamente doméstico) el concepto de nueva normalidad que ha acuñado el Presidente del Gobierno. A mí me gusta este concepto, aunque dudo que represente algo verdaderamente novedoso. Me explico. La nueva normalidad que se nos avecina se concreta, entre otras cosas, en que tendremos que ser más escrupulosos con el contacto personal. Deberemos aprender a distanciarnos físicamente más de nuestros seres queridos y no tan queridos. Es decir, tocarnos menos, besarnos menos, aproximarnos menos, abrazarnos menos. O directamente, suprimir todas estas prácticas para sustituirlas por un saludo distanciado que algunos lo califican como algo frío y ajeno a nuestra cultura, a nuestro modo de ser social. Incluso he leído que tenemos que aprender a comportarnos como si fuéramos nórdicos, se ve que bastante refractarios al roce físico (menos cuando vienen de vacaciones, claro).

Bueno, este estereotipo de la frecuentación personal hay que investigarlo un poco para ver si es una rareza o si lo que es verdaderamente una anomalía histórica es el desmesurado afecto que nos profesábamos hasta hace dos días en entornos públicos. Acudiendo al maestro de la sociohistoria, el profesor Norbert Elias (Breslau, 1897; Ámsterdam, 1990), en su obra El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas (Fondo de Cultura Económica, México, 1988), refleja claramente como el contacto físico es un acto repudiado por nuestra cultura occidental desde tiempo inmemorial. Esto tiene dos explicaciones racionales iniciales: la primera es que el contacto físico (besos, abrazos, arrumacos…) potencia exponencialmente las enfermedades infecciosas, y nuestros antepasados debieron aprender la lección de que tanto contacto físico producía males que diezmaban la población. De la misma manera que aprendimos que la copulación entre miembros de la misma familia tenía como consecuencias anomalías genéticas y la transmisión de problemas de salud. La segunda explicación es que el contacto físico cercano socavaba el principio de jerarquía, haciendo que padres e hijos, abuelos y nietos se fundieran en una querencia que si bien sumaba serotonina emocional, restaba autoridad para imponer las mínimas normas de funcionamiento social. O sea, la actual proliferación de visibles afectos entre miembros de una familia y entre amistades y, a veces, entre conocidos, es algo muy reciente en nuestra tradición cultural. Una cosa es ocuparnos de los mayores y de los infantes en familia extensa y otra cosa es el desborde afectivo al que nos hemos impuesto para no ser fríos seres humanos. La vida social mediterránea, más colaborativa y compartida con los demás que en otras latitudes, nunca había implicado hasta hace bien poco (en términos históricos) un contacto físico que para muchos de nosotros (aunque no nos atrevíamos a decirlo) resultaba un tanto ajeno. Nada tiene que ver con una religión capadora y frustrante, como algunos transculturalistas han intentado mostrar sin dato alguno, sino más bien con un sentido común que identificaba el origen del contacto con una buena parte de las enfermedades infecciosas. Y, por ende, con un pitorreo hacia la autoridad. Mis abuelos, nacidos los cuatro en el siglo XIX, no mostraban el amor hacia sus hijos e hijas con aspavientos físicos, igual que mis padres después. La relación de los adultos con sus descendientes era de amor, como no puede ser de otra manera, pero la manifestación del amor no pasaba por mostrar una expresión visual y física. En la sociedad de la representación en la que vivimos ahora, lo importante es mostrar la emotividad. Y las emociones se han asimilado al contacto físico, cuando no existe ninguna ley universal que las relacione. Lo emocional no es asimilable a la necesidad de abrazarnos o de besarnos, esto es fácilmente corroborable en nuestras relaciones de amistad en el trabajo o en otros espacios. No hay una correlación entre el abrazo y la querencia, incluso si me apuran podría ser negativa: a más aspavientos, menos querencia.

En definitiva, hay una corriente emocional que desde hace pocas décadas nos ha impuesto un modelo ajeno de relación al que los mediterráneos habíamos incorporado como rasgo cultural: la distancia entre los mayores y los menores. Paradójicamente, muchos de los gurus que han inundado las librerías a favor del contacto han sido autores anglosajones y nórdicos, faltos seguramente del calor necesario de la proximidad, que han interpretado que lo consustancial al sapiens es el contacto piel a piel. No digo que esto no sea ni necesario ni conveniente, solo digo que es una construcción de una corriente de opinión que considera que las personas tenemos que estar lo más juntas mejor. Y, sobre esto, no hay evidencia empírica alguna.

No se trata de reivindicar una vuelta al pasado, no es mejor lo de antes, como tampoco es lo de ahora. Simplemente, es mostrar como las sociedades mediterráneas no teníamos como norma el contacto físico, hablando en tiempos históricos. Lo racional y lo habitual era la separación, el distanciamiento personal, por diferentes motivos, la exclusividad social y/o la prevención del contagio. Padres e hijos no se abrazaban como ahora, nietos y abuelos. si convivían en familias extensas, no se tocaban como ahora; entre hermanos la relación era muy similar al que se tenía entre iguales, no más. Incluso era bastante extraño hace solo algunas décadas mostrar una cierta efusividad en la fratria, no digamos ya entre amistades. Alguien nos convenció, en un pasado reciente, de que nosotros, los del sur éramos más efusivos, y nos lo creímos.

*Ángel Belzunegui es director de la Cátedra de Inclusión Social, profesor titular de sociología,
investigador del Centre d’Estudis dels Conflictes Socials de la Universitat Rovira i Virgili y coordinador del Social & Business Research Laboratory.

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