El triunfo de la abstención

Si hubo una ganadora clara y contundente en las elecciones celebradas el pasado domingo –rozó la mayoría absoluta– fue la abstención, lo que supone un problema que es necesario abordar.

Porque cuando casi la mitad de los ciudadanos con capacidad de votar decide no ejercer su derecho, la cosa merece una reflexión seria. Apuntan los expertos que existen dos interpretaciones sobre la abstención en países democráticos. La primera es que la política tiene su propia dinámica, las cosas van relativamente bien y, como consecuencia, la gente siente que no hace falta ir a votar.

Pero la otra dice que cuando los ciudadanos no acuden a votar es porque no esperan mucho de la política, no se sienten representados y piensan que acudir a las urnas no cambiará nada. Y la percepción aquí es que la abstención es tan elevada porque la sociedad no cree en los políticos, en los partidos y en la política en general, que está muy desacreditada.

Y esto sí que es un asunto preocupante. Porque, si bien el hecho de que la abstención sea ‘el partido más votado’ no tiene grandes consecuencias a efectos legales, no deja de ser cierto que una baja participación deja tocada la legitimidad de los representantes elegidos, toda vez que reduce su capacidad para hablar en nombre de todos los ciudadanos. Sí, la política es imprescindible, pero si no se practica como un servicio, como un ejercicio de contraponer proyectos y soluciones, cuando no es transparente, cuando no está marcada por el respeto al adversario, cuando se convierte en un simple reparto de influencias e intereses, entonces no es extraño que se produzca una desafección de la ciudadanía hacia los políticos, al no sentirse representada por ellos.

La alta abstención es, pues, un fracaso de los que gestionan la vida pública y un problema para la propia democracia. Recuperar el prestigio de la política y la ilusión de la gente por elegir una alternativa que responda a sus intereses es una necesidad apremiante.