El anacoreta

Nuestro confinamiento, un día más tarde o más temprano, llegará a su fin y tendremos que salir al exterior y enfrentarnos con la realidad. Si nuestra habitación nos ha ayudado a aprender lo importante y a eliminar lo que no lo es, nos habrá sido útil

25 abril 2020 08:40 | Actualizado a 27 abril 2020 10:02
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Pintan bastos.  Hemos vuelto a casa, aunque haya sido por imposición del Gobierno. Y aquí estamos. Esperando. 

Estos días me he acordado de algunas películas en que todo el universo (todo el drama) ocurre en una simple habitación. ¿Recuerdan La Soga, de Alfred Hitchoock, en que varios personajes debaten sobre las teorías de Nietzsche acerca de los superhombres y los mediocres delante del cadáver de un compañero que consideran un inferior y al que han asesinado? ¿O Angry Men, conocida entre nosotros como Doce Hombres sin piedad, en la que doce hombres en una única habitación se intentan poner de acuerdo sobre la culpabilidad o la inocencia del acusado? ¿O la magistral Ventana Indiscreta, también del genial Hitchook, en la que desde un cuarto en el ático se pretende averiguar o imaginar lo que ocurre en la habitación cerrada de enfrente? 

En todos estos casos la habitación simboliza una pregunta inquietante. En Exam ocho personas desconocidas se reúnen en una habitación para realizar un examen teórico y conseguir el puesto de su vida, hasta que se dan cuenta que el problema que se les plantea es descubrir precisamente cuál es la pregunta del examen. Y en Saw toda la película sucede en un baño, en donde una persona se encuentra un cadáver y en la que intenta reconstruir la razón de encontrarse en esa situación. 

Una casa, pequeña o grande, o una simple habitación, da para mucho. Da para toda una vida o incluso para varias vidas. Para el místico, esa habitación se convierte en un lugar mucho más completo que lo exterior porque le permite dedicarse en exclusiva al único fin de su existencia (el descubrimiento de Dios a través de uno mismo).

Una situación como la que vivimos desgraciadamente estos días da también para mucho. De nosotros depende que le encontremos un sentido y que en cierta forma nos resulte gratificante. Ayer un amigo me confesaba que estos días le habían cambiado la vida, había descubierto lo feliz que se puede ser y había decidido de pronto dejar todas sus actividades y retirarse.  

Otro añadía que la espera le estaba arruinando y, sin embargo, lo compensaba con creces con todo lo que había vuelto a encontrar. Y más de uno me ha asegurado que este parón, este tiempo muerto que nos hemos dado la Humanidad, no le resulta desagradable. Incluso no he visto especialmente preocupados a los empresarios que han pasado estos días por mi estudio, convertido en una especie de UCI jurídica, sino más bien expectantes y temerosos por lo que ocurrirá el día después, que saben que será muy duro. 

Puede que nos empiece a gustar nuestro confinamiento (aunque sea un simple hacinamiento como escribía hace unos días Enric Casanovas). ¿Se tratará de un  inmenso y global síndrome de Estocolmo? ¿O empezamos a descubrir algo que no habíamos tenido en cuenta? Quizás  esta especie de sentimiento agridulce en que estamos inmersos nos ha facilitado entrar en contacto con el Gran Desconocido: nosotros mismos.

Por supuesto que esto es una manera de verlo, porque para muchos estas semanas de encierro no son más que eso, un brutal y horrendo encierro, del que uno quiere salir lo más pronto posible. Y para unos cuantos se ha convertido en algo tan terrible como una enfermedad de incierto desarrollo o de fatal desenlace. Pero incluso en estos casos, una vez superada, más de uno me ha confesado que la experiencia le ha enseñado muchas cosas.

De todas las películas que transcurren en una única habitación tengo un especial recuerdo de El anacoreta, protagonizada por Fernando Fernán Gómez, hoy día completamente desconocida. En ella Fernando Tobajas, un hombre de mediana edad, decide vivir el resto de su vida en el baño de su casa, teniendo como único contacto con el exterior las visitas de los amigos y los mensajes que envía por el inodoro en tubos de aspirina (a manera de botellas marinas) para que alguien los reciba y sepa así que existe. Esta es su vida, que ha elegido voluntariamente,  y todo apunta que ha encontrado la felicidad. 

Al final una chica encuentra el mensaje y va a visitarle. Se enamoran. Fernando decide dejar el baño y vivir su historia de amor fuera de la casa, pero la chica le contesta que a quien ama es al anacoreta y no al hombre vulgar que sería en la calle. Fernando se da cuenta que ha perdido la felicidad y se arroja por la ventana al patio. 

La simbología de El anacoreta, basada en la obra del novelista francés Flaubert Las tentaciones de San Antonio (aunque cambiando el desierto por el baño), parece advertirnos del riesgo de nuestros mundos interiores cuando en el fondo se convierten en una miedo a enfrentarnos con lo que hay fuera. 

Nuestro encierro forzado, como en las películas que comentábamos al principio, nos conduce también a una pregunta inquietante, «¿qué hacer?», esa es la pregunta clave. Cada uno le dará el contenido y la respuesta que estime más conveniente.

Nuestro confinamiento, un día más tarde o más temprano, llegará a su fin y tendremos que salir al exterior y enfrentarnos con la realidad, a diferencia de El anacoreta que prefiere huir de ella. Si nuestra habitación nos ha ayudado a  aprender lo importante y a eliminar lo que no lo es, nos habrá sido útil. 

Y no se olviden que pintan bastos. El mundo que nos vamos a encontrar va ser muy distinto del que dejamos cuando entramos. Tendremos que seguir la partida, que no va a ser nada fácil; y eso sí, tendremos que cambiar muchas de nuestras rutinas y mandar a la basura más de lo que pensamos.

Martín Garrido Melero. Notario y profesor de Derecho Civil de la Universitat Rovira i Virgili (URV). Con el Govern Maragall formó parte del grupo de expertos designado por la Generalitat para elaborar el Libro de Sucesiones del Código Civil catalán. 

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