El becario se levanta a las seis de la mañana. Le duele la espalda y un poco la cabeza. Se toma un ibuprofeno y echa unas maldiciones. Esto de joven no le pasaba. Va al baño, se lava la cara, se quita los pelos de las orejas, se afeita y se mira en el espejo. Tiene cara de triste, siempre la tuvo, pero desde hace años se ve agravada por la irritante tendencia de sus mofletes a descolgarse. Su mujer todavía duerme. El becario sonríe. Piensa que hace decenios hubiera dado la vida por ser su támpax, pero ahora en todo caso podría aspirar a convertirse en su tena lady y desde el punto de vista erótico no es lo mismo.
Al becario le gusta oír la radio antes de desayunar. Los locutores de la BBC están hablando del empleo precario y de la dificultad que tienen los jóvenes para encontrar trabajo. «¡Si yo les contara!», exclama. El becario piensa que uno debería ser becario dos o tres años, cinco a lo sumo, para ir aprendiendo el oficio, pero que luego habría que dejarle ya que se lanzase solo a la piscina.
En una empresa familiar, además, todo se complica, que se lo digan a él, que lleva años y años detrás de la jefa para que le deje hacer algo, que la única salida que ha visto es dedicarse a salvar arbolitos y osos panda, joder, y él de joven tenía muchas ambiciones, al menos hasta que le casaron con la pija esa y todo se le complicó. El becario termina de arreglarse. Se ha puesto el uniforme de gala y apremia a su mujer para que se levante.
Suenan las campanas de la abadía. Los carruajes están preparados. Siente algo de pena por la jefa, incluso mucha pena, pero, qué demonios, ¡tenía tantas ganas de pillar un curro en condiciones y de ver por fin su nombre con los tres palitos al lado!