Probablemente no existe, pero al imaginado felino se le atribuye que ‘chilla si le das algo y si se lo quitas llora’. Quizás pueda acabar aplicado a la actitud que está tomando la dirección del Partido Socialista desde las últimas elecciones, que no quiere ni oír hablar de repetir los comicios, pero tampoco parece dispuesta a dar ningún paso para evitarlos.
Pedro Sánchez y sus más próximos dan síntomas de vivir sumidos en una especie de ensoñación. Sucumben periódicamente al influjo de especialistas en cálculos frívolos, dedicados a plantear sumas que no suman e hipótesis sin más recorrido que la ocurrencia personal. Llegaron a creer, la pasada primavera, que podían completar una mayoría para gobernar y ahora mismo prestan oídos a quienes sugieren la posibilidad de configurar un bloque de izquierdas, de cambio o de progreso –las denominaciones varían–, reuniendo todo lo que en el Congreso no representa a PP y Ciudadanos. Suele decirse que el papel lo aguanta todo, pero es de sentido común que una eventual alianza de este tipo apenas superaría la votación de investidura y poco más.
No menos apreciable es que rebosan satisfacción por los resultados obtenidos el pasado 26 de junio. Se basan en que no han logrado ser desplazados como referente de la izquierda por Unidos Podemos, pero no parecen haber dedicado suficiente esfuerzo a un análisis más fino que, entre otras cosas, sugiere que su éxito se pudo deber más a los errores estratégicos del equipo de Pablo Iglesias que a su propio acierto en el desarrollo de la campaña. Ello por no mencionar que ha sido su peor balance desde 1977, perdiendo alrededor de seis millones de votos desde los obtenidos en fecha tan cercana como 2008.
Seguramente, el desfondamiento tiene causas propias, pero tampoco son del todo ajenas a la desorientación en que se mueve la socialdemocracia en el resto de Europa, con ejemplos que no hace falta destacar. Aquí, al PSOE le toca afrontar una pérdida acusada de influencia en enclaves antaño casi hegemónicos, como Euskadi y Catalunya, retrocesos apreciables en feudos como Asturias y Madrid, e indicios de vulnerabilidad en Andalucía y Extremadura, donde sólo fue la lista más votada en tres de las once circunscripciones. El resultado ha sido quedar a 91 escaños de la mayoría absoluta siempre marcada como aspiración.
Tamaño panorama sugeriría la conveniencia de adoptar estrategias orientadas a la reconsideración introspectiva, más que sacar pecho y enrocarse en posturas que, de una u otra manera, han conducido a su actual posición. Pero sus líderes no dan la sensación de ir por ahí. Posiblemente, esté siendo más percibida de lo que imaginan su falta de estrategia consistente, con algo de sobreactuada táctica posibilista sin base conceptual. Puede también que no estén midiendo los riesgos de acabar sumidos en la irrelevancia, desoyendo lo que le ha ocurrido a más de un correligionario europeo. Una tendencia que, sin ser del todo unitaria dentro del partido, de momento parece dominar los pasos que se están dando frente a la realidad política derivada de las sucesivas elecciones de diciembre y junio.
Facilitar la formación de un gobierno mínimamente estable, o abocar a una nueva repetición de las elecciones, es la principal disyuntiva que tienen ante sí los socialistas en las próximas semanas. Es, sin duda, su potestad, pero sobre todo una responsabilidad contraída, no sólo ante sus todavía votantes, sino ante el conjunto del país. Y, desde ese punto de vista, presentar como imposible un acuerdo básico de legislatura, sólo basado en que Mariano Rajoy, el PP o ambos no les gustan, puede resultar temerario, amén de una pérdida de oportunidad para incidir en el inmediato porvenir.
A nadie se oculta la magnitud de los desafíos que toca afrontar como sociedad. En esencia, la perpetuación de un modelo, tanto político como socioeconómico –sin duda reclamado de notorias correcciones–, frente al impulso cuasi revolucionario de quienes aspiran a liquidarlo; dos posturas tan antagónicas como legítimas, pero ninguna merecedora de superioridad moral. Algo que incluye cuestiones tan cruciales como la viabilidad del marco de bienestar, el sistema de representación, el proyecto europeo o la configuración territorial. Y, más o menos superpuesto a todo ello, la restitución moral de una sociedad demasiado permeada, con detestable protagonismo público, por un sinnúmero de formas de corrupción y deshonestidad.
Acordar un catálogo de actuaciones inmediatas basado en la coincidencia ideológica –más amplia de lo que se admite– no requeriría excesivo esfuerzo: un par de sesiones de trabajo con ánimo constructivo bastarían para sustentarlo, con más concesiones de matiz en unos y otros que renuncias de índole sustancial. Desgraciadamente, preverlo suena a pura y simple ingenuidad.
Está muy extendida la idea de que una nueva repetición de las elecciones es el peor de los escenarios, pero no se antoja mejor la expectativa de un gobierno sin margen de maniobra, abocado a seguir ‘en funciones’ sin posibilidad de impulsar reformas de calado, ni tampoco la improbable continuidad de una gestión como la desarrollada desde 2011, cuyos efectos a la vista están. También el Partido Popular debería tomar nota de que su presumida eficacia no ha sido apreciada por millones de votantes y le toca rectificar. Quizás el potencial de Pedro Sánchez y los suyos para propiciar un verdadero cambio sea mucho mayor ahora que cuando marraron en el intento de encabezar un gobierno pocos meses atrás.