Se nos acaban las ayudas. Aquellas que nacieron en plena emergencia por la pandemia en 2020, y posteriormente cuando estalló la guerra de Ucrania. La rebaja del IVA, la bonificación del transporte público, el descuento de combustible, la rebaja del precio de la bombona de butano o el límite de alquiler... entre otras.
Parece que aquellas crisis ya las vemos lejos, pero debemos ser conscientes de que siguen planeando en nuestras vidas y cuando todavía no habíamos levantado cabeza, entramos en otra. Y luego en otra. Así, en bucle. Ahora estamos en plena crisis de la inflación y accediendo al túnel del incremento de la presión fiscal. Un golpe muy duro, este último, teniendo en cuenta el contexto en el que vivimos.
Las concentraciones a pie de calle cargadas de participación ciudadana de los primeros días van perdiendo fuerza y se mezclan con temas políticos que ya son otra historia. No nos engañemos, los presupuestos y ordenanzas ya están aprobados. Podemos salir a la calle, quejarnos, presentar alegaciones... Pero nos aprietan el cinturón y, como siempre, todo tirará adelante, el oleaje se calmará y no nos tocará otra que pagar.
Entiendo que los impuestos son básicos para mantener las políticas públicas a la altura de los servicios de calidad. Ese es el discurso, ¿pero es necesario que la presión fiscal que se nos aplica sea tan alta? Sean o no tasas más altas o bajas en comparación de municipios vecinos, lo que tenemos que pagar sube más, y más, y todo son contratiempos.
Los salarios no aumentan ni de lejos al mismo ritmo. De hecho, están tan congelados que daría para abrir otro debate, pero vuelvo al inicio: se nos acaban las ayudas, enlazamos una crisis tras otra y aquí estamos, aguantando... y pagando cada día más y más.