Antes que nada, quería enviar desde estas líneas mi más sentido pésame a las familias de las personas fallecidas en el incendio de Valencia y mostrar mi solidaridad con todos los afectados.
Dicen los psicólogos que perder la vivienda en estas circunstancias se asemeja en nuestra sociedad a perder a un familiar. No sé si el dolor puede llegar a tanto, pero en todo caso no debe de ser fácil ver arder la casa en la que has invertido una buena parte de tu vida.
Porque un piso es mucho más que las paredes que lo forman. Es incluso mucho más que todo el dinero dedicado a él, que no es poco; es un hogar, un nido que has ido creando, amueblando y dando forma prácticamente desde la nada con grandes dosis de entusiasmo y no pocos sacrificios y esfuerzos; un lugar en el que se ha formado una familia, que ha visto crecer a los niños y envejecer a los abuelos; un acopio de vivencias y recuerdos que no tienen precio.
Por no hablar de todas esas pertenencias acumuladas a lo largo de los años, muchas de ellas con un valor sentimental insustituible –joyas y objetos de la familia, fotografías, documentos...– que hablan de las personas que vivían allí.
Sí, asistir impotente al terrible espectáculo de observar cómo el fuego arrasa con todo eso representa un duelo muy duro al que tendrán que enfrentarse las más de 130 familias que vivían en el edificio siniestrado en Valencia cuando salgan del shock en el que todavía deben de estar sumidos y comiencen a tratar de asimilar lo ocurrido. No va a ser fácil.
Aunque es importante, no bastará con darles otro techo bajo el que cobijarse ni con satisfacer sus necesidades materiales; van a necesitar mucho apoyo. Quizá les ayude ser conscientes de que, a pesar de la desgracia, tienen la suerte de seguir con vida, por lo que lo demás es secundario. Aunque lo secundario parezca tan importante.