Es inútil pretender que un lenguaraz como el presidente argentino, Javier Milei, pida disculpas. Las personas que se creen en posesión de la Verdad Absoluta nunca piden perdón. Siempre es el otro el que se equivoca. No saben qué es la humilidad.
Pasa con José María Aznar que, aún hoy, 20 años después de los atentados del 11-M, sigue insistiendo en que no mintió al asegurar que «ha sido ETA». Pasa también con Donald Trump, alma gemela de Milei, que no ceja en la teoría de la conspiración y todavía no ha admitido que perdió las elecciones de 2020.
De un político como Milei, que esgrime una motosierra en sus mítines o dice consultar a sus perros, no se puede esperar más que insultos y salidas de tono. Milei es el típico showman que ha escalado hasta el poder de la mano de sus postulados ultras. Por eso generar una crisis diplomática por su culpa quizá es una exageración propia de estos tiempos de la política espectáculo.
El conflicto entre la Argentina de Milei y la España de Sánchez está ocultando algo mucho más preocupante: el auge de la ultraderecha. La convención en la que Milei insultó a Pedro Sánchez y a su mujer es un augurio de lo que se nos puede venir encima en las próximas elecciones europeas.
Despreciar a los votantes de Vox y partidos similares es, sin embargo, un enorme error. Igual que acusar al gobierno de coalición de ilegítimo. En un sistema parlamentario gobierna, con todo el derecho, quien reúne más apoyos en el Congreso, no quien ha ganado las elecciones.
Lo que hay que hacer es analizar el motivo de que tanta gente compre postulados falsos, xenófobos y machistas. ¿Qué hemos hecho mal para que Vox y otros partidos ultras tengan tantos votos?