En París es primavera sin cesar. Llueve y sale el sol tantas veces consecutivas que parece un collar de piedras todas diferentes. La primavera es así, esquiva. No te la pueden regalar. Pero qué maravilla cuando se arrebata en espiral, cuando llueve y deja de llover y llueve. París es memorable en cada estampa. Es memorable la forma en la que brillan los adoquines en los cruces entre las calles y los bulevares por el VI distrito. La luz se refleja en la piedra mojada y parece la calzada un canal de agua. Es memorable el sol cuando asoma tras el enésimo chaparrón y te hace buscar las gafas de sol en los bolsillos mientras que te atempera la piel de la nuca despejada. Y te quema, porque el sol ya quema. Es memorable lo que espera después de un chaparrón en primavera cuando paseas por París. El negro se transforma en azabache, el gris de los tejados es profundo y azul, y en cada esquina brotan de alguna manera las cornisas, las maderas, los pomos de las puertas de bronce pulido. Caminar por París sin necesariamente saber porqué, ni dónde, ni para qué, es un regalo para el alma.
De París recordaré para siempre la primavera rebelde que repite sin fin esa secuencia preciosa que hace refulgir los adoquines por el barrio (algo parecido sucede en Roma). Todo lo demás se puede imitar, pero ese momento es irrepetible.