Una de la habilidades del ser humano es la de molestar a otros. Los hay que ejercitan este defecto de manera continua y perfecta, pues consiguen perturbar la vida de terceros sin que lo hayan merecido, porque nadie debe ser molestado y menos por un malasombra.
Una de las virtudes de que disponemos, sin embargo, es la capacidad de contenernos para no incordiar al prójimo. Se basa en el principio de que no tenemos ni podemos otorgarnos el poder de perturbar la vida de otros y menos con asuntos innecesarios. Pero, aunque las bienaventuranzas hablan de visitar a los enfermos y presos, a veces para un enfermo es un incordio recibir visitas, pues bastante tiene con sufrir una dolencia. El caso extremo es el momento final de la vida. El que se encuentra en la recta final y ve ya la puerta abierta a la que está abocado, lo primero que desea –en un acto nada sacrificado– es no sufrir. El dolor nunca es deseable, pero los hay que piden flotar en la nube de los anestésicos o los opiáceos. Es lógico. Morir sin molestar a los demás, sin suponerles una carga, sin acentuarles el sufrimiento de la irremediable despedida, es un acto de justicia, porque la muerte es algo natural y no tiene por qué exacerbar el dolor espiritual de los que se quedan.
Pero, aparte del trance de la muerte, está el resto de la vida. El egoísmo imperante suele estimular la disposición por la cual se suele exigir de los demás esfuerzos en beneficio del propio egoísmo. Y es egoísmo la tozudez de los tercos, la imposición de nuestros criterios por encima de los demás, el no escuchar ni tratar de comprender al otro, o creer que los demás nos necesitan cuando viven muy bien sin el incordiante, que suele ser un acomplejado. La práctica lleva a un dominio sutil y efectivo del arte de molestar, hijo directo de la falta de respeto llevada a altos niveles. Si ya no queremos influir en los demás y debemos dejarlos que se equivoquen solos, mucho menos debemos atosigarles con un egoísmo manifiesto.
Hasta tal punto el molestador (molestón, en lenguaje popular) se cree con derecho a ser punzante, que llega a decir eso de «me vas a oír hasta el final», cuando el otro le ha pedido silencio. El imperativo va de la mano de la molestia. Se molesta impositivamente y los hay que en el colmo de su obsesión o necesidad de dominio gozan con el sufrimiento de quien tiene la santa paciencia de aguantarles. Porque hay molestias involuntarias y molestias intencionadas, aunque dentro de las involuntarias están las que parten del egoísmo y de actitudes de poco respeto, es decir que tienen un origen interno en donde anida el poco aprecio por los demás. El que molesta en algún momento siempre debería reflexionar sobre el porqué de su actitud.
¿Debemos las víctimas aceptar y resignarnos ante una molestia, o responder con un inquietante silencio? Parece que a veces es un regalo demasiado magnánimo perdonar, y que, sí, hay ocasiones en que ser magnánimo no soluciona nada, excepto aceptar ser víctima de un avasallador. Y eso no siempre es positivo. Hay que ser bueno, pero no tonto.
«Los necios no advierten nunca dónde o cuándo
son inoportunos».