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    Un fémur fracturado

    10 septiembre 2022 18:26 | Actualizado a 11 septiembre 2022 06:30
    Dánel Arzamendi
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    Son muchos los estudiosos que consideran a Margaret Mead la antropóloga más influyente de todos los tiempos. Nació en Filadelfia a finales de 1901, hija de un profesor de Economía de la Wharton School de Pensilvania, a quien siguió sus pasos en la docencia, doctorándose e impartiendo clases en la Universidad de Columbia. Esta investigadora ha pasado a la historia por sus estudios comparativos sobre el diferente enfoque mostrado por diversas culturas en relación con la educación infantil, el proceso de la adolescencia, los roles de género o los hábitos sexuales socialmente estandarizados.

    Probablemente, las dos obras que más impactaron en su época fueron, por un lado, Coming of Age in Samoa: A Psychological Study of Primitive Youth for Western Civilisation, fruto de un controvertido estudio en dicho archipiélago polinesio sobre las costumbres tribales en relación con la familia, la juventud y el desarrollo psicosexual en la sociedad samoana (un trabajo que fue póstumamente criticado por Derek Freeman, provocando una agria polémica a nivel académico), y por otro, Sex and Temperament in Three Primitive Societies, desarrollado en Papúa Nueva Guinea, donde la autora defiende la tesis de que los distintos rasgos psicológicos que atribuimos a hombres y mujeres no constituyen el producto de un determinismo biológico, sino que se derivan de una particular estructura cultural, de modo que tales diferencias podrían no existir en otros entornos, o quizás aparecerían de forma muy diferente e incluso opuesta.

    El fémur roto y curado de un individuo demostraría la existencia de una civilización primigenia, porque ayudar a quien lo necesita es el primer signo que evidencia el carácter civilizado de una colectividad

    Margaret Mead no sólo fue influyente por el contenido objetivo de su obra, sino también por la sensibilidad y la humanidad con la que abordó sus investigaciones y planteó sus conclusiones. En cierta ocasión, mientras pronunciaba una conferencia, un alumno de la universidad le preguntó cuál era el descubrimiento antropológico que, según ella, sugeriría la existencia de un primer esbozo de civilización. El estudiante lanzó la cuestión esperando como respuesta algún tipo de herramienta que pudiera tomarse como indicio de una cultura antigua con cierta organización o mentalidad civilizadas. Sin embargo, la antropóloga ofreció una contestación que nadie imaginaba: un fémur roto y curado.

    Ante el desconcierto de la audiencia, Mead explicó que el hallazgo de un cadáver que evidenciara haberse repuesto de una lesión de este tipo significaría que allí hubo otra persona que abandonó sus tareas diarias para preocuparse por ese individuo malherido, le dedicó su tiempo y su cuidado para vendarle la pierna, lo llevó a un lugar seguro y lo alimentó mientras no pudo salir a cazar, le procuró los medios para refugiarse del frío y de otras inclemencias, lo defendió frente sus enemigos y lo protegió de los animales peligrosos, etc. La antropóloga explicó que, en el mundo salvaje, un espécimen adulto con una fractura grave suele estar destinado a una muerte inminente, pues queda inhabilitado para lograr alimento, no puede seguir el ritmo de sus iguales y queda a merced de los depredadores. Y en ese sentido, el esqueleto de un individuo que logró reponerse de semejante vicisitud demostraría la existencia de una civilización primigenia, porque ayudar a quien lo necesita es el primer signo que evidencia el carácter civilizado de una colectividad.

    Puestos a tener que padecer una nueva tormenta perfecta, celebro poder capearla en una sociedad que ha heredado, entre sus valores morales fundamentales, la ayuda a quien se encuentra en graves dificultades

    Aunque nuestra sociedad parece deprimentemente empeñada en demostrar de forma recurrente que puede llegar a ser tan cavernícola como la que más, especialmente en determinados aspectos de su vida colectiva, no es menos cierto que durante las últimas décadas ha tenido varias oportunidades para dar fe de su tremendo sentido de la cohesión y de la solidaridad internas. La crisis económica derivada del colapso financiero de 2008 puso a prueba nuestra capacidad para ayudarnos los unos a los otros, tanto desde la perspectiva del respaldo intergeneracional como del papel nuclear de la familia en nuestro modelo de convivencia (cuántos hogares quebrados salieron adelante durante aquellos años gracias a la pensión de los abuelos, quienes no dudaron un instante en compartir sus modestos ingresos para salir al rescate de sus hijos y nietos). Algo similar sucedió durante la pandemia, en un contexto de incertidumbre económica sin precedentes, a pesar de las numerosas normativas de excepción que aprobaron las autoridades para frenar la ruina de millones de familias. Además, el grado de cumplimiento de las indicaciones sanitarias que se constató en nuestro entorno, tanto en lo referente a las medidas de protección colectiva como a las tasas de vacunación, pusieron en evidencia que vivimos en una sociedad mucho más preocupada por el prójimo de lo que a veces nos empeñamos en creer, inmersos en ese fatalismo autodespectivo que constituye la degradación estéril de la verdadera y necesaria autocrítica.

    Los eruditos que dominan estos temas aseguran que tenemos por delante un otoño sombrío, y los mindundis que desconocemos las claves que rigen la macroeconomía no tenemos más remedio que creerles, con las rodillas temblorosas, la mirada compungida y el bolsillo aterrorizado. Según parece, la rueda de la historia volverá a poner próximamente a examen nuestra determinación para no dejar a nadie en la cuneta, un reto que comienza a repetirse de forma inquietantemente frecuente. Pero –qué quieren que les diga–, puestos a tener que padecer una nueva tormenta perfecta, celebro poder capearla en una sociedad mediterránea que ha heredado, entre sus valores morales fundamentales, la ayuda prioritaria y desinteresada a quien se encuentra en graves dificultades sin culpa alguna: a nivel público o por iniciativa privada, entre familiares o entre amigos, de forma individual o a través de organizaciones religiosas y seculares que asumen la solidaridad como misión fundamental... En definitiva, una sociedad civilizada donde cuidamos los unos de los otros mientras se suelda nuestro fémur fracturado.

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