Puestos uno detrás de otro impresiona leer la lista de las mil mujeres que han perdido la vida a manos de sus parejas o exparejas en España en los últimos dieciséis años. Efectivamente, de confirmarse que las muertes de dos mujeres en las últimas 48 horas en Alboraya (Valencia) y Ayamonte (Huelva) han sido por casos de violencia machista, la cifra de víctimas mortales de esta lacra social alcanzaría el millar. El fracaso como sociedad para frenar esta herida es lamentable. Ni el endurecimiento de las penas, ni las medidas judiciales para alejar a los agresores potenciales, ni las medidas alternativas para evitar que las mujeres deban convivir con parejas de riesgo al carecer de medios de subsistencia, han sido suficientes para frenar el desastre.
Sin duda, poco contribuye a avanzar en una solución efectiva la postura de algunos partidos políticos como el caso se Vox cuya visión del problema social queda diluido en un concepto genérico de «violencia en el hogar». Evidentemente es cierto que también existen casos de violencia de la mujer respecto al hombre, o entre hijos y padres. Algunos de estos casos son espeluznantes como el que comenzó a juzgarsse ayer en Palma de Mallorca donde una mujer comparece al estar acusada de asesinar a su marido a quien -presuntamente- sedó y cortó trozos de carne y piel de ambos brazos y se los dio de comer a sus perros hasta que finalmente el hombre murió devorado por los animales.
La casuística del horror no tiene límites, pero una cosa son los hechos aislados, por muy terribles que puedan ser, y otra muy distinta es la existencia de un fenómeno endémico y constante que no puede achacarse a la excepción enfermiza del ser humano sino a un déficit social que merece ser abordado como tal sin resignarnos a considerar que no puede erradicarse. Es evidente que la complejidad del lamentable fenómeno obliga a desplegar con más intensidad la batería de medidas legislativas, policiales, sociales y educativas para seguir en la lucha. Todo antes que negar su existencia.