Todo pasó, incluso las cosas que no acaban de pasar, hace algún tiempo, pero parece que ha llegado el momento de las revisiones, aunque los días de ayer sean irreparables. Estamos renegando el pasado, si bien no todos, porque algunos insisten en perpetuarlo. Lo que se ahora se lleva y que por lo tanto también se llevará el viento es la abominación del pretérito y sólo falta acusar a Agustina de Aragón de mostrarse poco hospitalaria con las tropas francesas. El alcalde de Cádiz, más conocido como ‘Kichi’, y otros eminentes historiadores han coincidido en reprobar la conducta de los calendarios. Les parece mal que algunos se acuerden de las tres carabelas, cuyos tripulantes ignoraban lo que se iban a encontrar allí: frutas cantoras, sacrificios humanos en honor de sus múltiples dioses o constantes intrigas cortesanas antes de que hubiera cortes.
Cuando los dioses nacían en Extremadura no podían sospechar que sus descendientes iban a ser considerados como herederos de todos los diablos. De ahí la leyenda de las cañas de fuego, que hacían posible matar a distancia, y de los dioses, que los convencieron de que había otra vida después de esta sucesión de barbaridades. Que se avergüence el presunto inventor de los seres humanos, pero no tiene demasiado sentido trasladar la moral de unas épocas a otras. Son una carga demasiado voluminosa incluso para Ada Colau, que ha sentido vergüenza retrospectiva por el 12 de octubre, fecha que para esta señora sólo conmemora «la celebración de un genocidio». ¿No fue algo más, señora? Pablo Neruda, que llamó “torvos” a los conquistadores, les agradeció que a pesar de habérselo llevado todo lo hubieran dejado todo: la palabra. A los muertos no les defiende nadie. El último fue Salvador de Madariaga. Si él volviera, yo sería su escudero, que buen caballero era, y formaríamos guardia en la tumba de Hernán Cortes, que no fue un tipo corriente.
