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El rendimiento político de gestos populistas como inaugurar resulta hoy en día muy escaso

19 mayo 2017 23:08 | Actualizado a 22 mayo 2017 21:18
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En la cercanía de las elecciones la prodigalidad de los gobiernos no conoce límites. Naturalmente, este fenómeno no es solo español, y existe toda una teoría política de las acciones que corresponden a las primeras mitades de las legislaturas y cuáles a las segundas. Por supuesto, las decisiones lesivas, como subidas de impuestos o recortes de prestaciones, deben imponerse al comienzo de los mandatos. Y hay que reservar para el tramo final, el contiguo a las siguientes elecciones, el alarde de las grandes inauguraciones, que los políticos presentan en general con escaso pudor, como si las hubieran pagado de su propio bolsillo, sin tomarse la molestia de justificar fehacientemente su utilidad objetiva.

Basta ojear los medios de comunicación estos días pasados para advertir con cierto sonrojo la secuencia de inauguraciones de obras diversas realizadas por las cuatro administraciones con cargo a los presupuestos públicos. En las primeras fases de nuestra todavía joven democracia, tales actos laudatorios tenían lugar hasta la víspera misma de la consultas; después, cobró cuerpo la prohibición de hacerlo en fechas demasiado cercanas al hito electoral. La Instrucción 2/2011, de 24 de marzo, de la Junta Electoral Central, sobre interpretación del artículo 50 de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, en relación al objeto y los límites de las campañas institucionales y de los actos de inauguración realizados por los poderes públicos en periodo electoral, prohíbe las inauguraciones desde la fecha de publicación del decreto de convocatoria de las elecciones.

Es muy probable que el rendimiento de tales gestos populistas sea hoy en día escaso porque la sociedad de este país ha madurado mucho, se ha vuelto sumamente crítica y no se deja engatusar por las apariencias. Lo que ha sucedido con el AVE es bien revelador: en los comienzos del diseño de la red de alta velocidad, la promesa de construcción de nuevas líneas fue un señuelo muy útil para mover voluntades electorales; hoy en día, en cambio, está seriamente cuestionada la rentabilidad social de este ferrocarril, y el tratamiento de la cuestión ha variado radicalmente. En todo caso, es saludable que la ciudadanía valore con rigor los programas y las propuestas de los candidatos, y acomode su voto a la credibilidad de cada oferta, por lo que, dentro de los límites de la racionalidad y la buena fe, es positivo que los hitos electorales susciten una competición abierta y pública entre quienes aspiran a gobernar, que exhiben para ello todos sus méritos.

En realidad, lo que debe hacerse, por sentido común, es explotar todas las posibilidades del sistema democrático, e incluso sacar un rendimiento positivo de sus aparentes defectos. En nuestro modelo, la secuencia de cuatro años que marca la renovación de las instituciones marca un periodo en el que da tiempo a proyectar y a ejecutar la mayor parte de las realizaciones, y es muy razonable por lo tanto que los gestores elegidos por voluntad popular se ajusten a este ciclo y orienten su actividad al objetivo de recibir, al final del mandato, el visto bueno de quienes los eligieron.

En los regímenes con limitación de mandatos –el norteamericano, por ejemplo, en lo que concierne al jefe del Estado–, ese estímulo no existe en la segunda legislatura, y el mandatario, que ya sabe que no tendrá que rendir cuentas personalmente de sus actos políticos, puede dedicarse a realizar actuaciones impopulares que sin embargo juzga convenientes para el bien común. Esta posibilidad puede ser útil en algunos casos, pero algunos pensamos que representa una disfunción del modelo. En todo caso, hay quien cree que la limitación de mandatos tiene otras ventajas que no es éste el momento de discutir. La realidad incuestionable es que la democracia siguen siendo, como decía Churchill, el peor de los sistemas a excepción de todos los demás.

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