Pandemia virtual

20 octubre 2020 08:10 | Actualizado a 20 octubre 2020 08:30
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Hace algún tiempo fui al banco y comprobé con sorpresa que estaba abonando el recibo de una línea de teléfono móvil y, como no tengo móvil, le pedí a Cristina que me conectara con el número del extracto para ver si me ponía yo. Me iba a oír. Pero no solo no fui quien me contestó, sino que mi interlocutor afirmó no tener el gusto de conocerme ni pudo darme ninguna explicación sensata.

Ante la falta de voluntad de componerlo, le pregunté si comprendía no dejarme más remedio que el de ponerlo en conocimiento de la autoridad competente, con gran disgusto, pues sospechamos de una presunta suplantación de identidad del artículo 401 del Código Penal que castiga, de seis meses a tres años, a quien camina en los zapatos de otro sin su consentimiento.

Meterse en una camisa ajena está revestido de un halo simpático si el menda no va también metiendo la mano en el bolsillo de la chaqueta. La literatura y el cine están repletas de obras (El caballero inexistente, El hombre duplicado o Atrápame si puedes) en las que resulta divertido el juego de la identidad, la personalidad desdoblada, la burla del impostor o la cara de pascua que se le queda al suplantado, quien no suele pregonarlo. En Carmina y Amén, la viuda se transustancia en el espíritu de su marido para cobrar su pensión.

La suplantación de identidad requiere silencio, dolo, perjuicio, y que haya permanencia en la apropiación, de forma que no delinque quien usa un nombre ajeno tomando prestado el carné de su hermano para conducir hasta la discoteca. Por ejemplo, no hubo usurpación de estado civil cuando, para camuflar un viaje a Canarias de dos diputados del PP que se llaman Tomás Burgos, se hicieron pasar por un productor musical alemán y una actriz mexicana de culebrones.

Hay un caso español parecido a El Gato con botas, se trató de un fraile medieval que hizo pasar al pastelero Madrigal de las Altas Torres, en Ávila, por un monarca luso. Fray Miguel de los Santos lo embaucó para que se convirtiera en Sebastián I de Portugal, se casara con una princesa y viviera unos años a cuerpo de rey. En aquella época la gente se tomaba muy a pecho lo de que cada uno es quien es, y su cabeza fue colgada de una pica en la muralla, sus miembros descuartizados y expuestos en las encrucijadas para aviso a los embusteros.

El último requisito para que la conducta encaje en el precepto penal mencionado es que el delincuente debe arrogarse todas las circunstancias personales y no solo algunas como hacerte pasar por alguien del sexo contrario. Agnómeda, una mujer ateniense del siglo IV a. de C., fingió ser un hombre para poder estudiar Ginecología y cuando sus colegas la acusaron de violar a sus pacientes, se levantó la túnica en el juicio logrando su absolución. Ni ella ni La Pastora, (Florencio se inscribió Teresa en el registro civil para no hacer la mili) ni quien suscribe (no tengo alta de usuario en el despacho y según me levante soy Sonia o Isabel) cometemos ninguna infracción penal.

Si en el mundo de carne y hueso la suplantación era extravagante, hoy es el delito por excelencia, no hay aseguradora que le dé cobertura, estafa medio billón de dólares anuales. Resulta más complicado apropiarse de una personalidad en la realidad que en la simulación computarizada de la realidad en donde nada es lo que parece. Es relativamente fácil colgar una foto y transmutarte a través de un perfil, o piratear una cuenta de correo y enviar a sus contactos mensajes falaces poniéndole en un serio aprieto.

Informáticamente se llama phishing (actualmente se han contando más de diez mil formas de efectuarlo) y quienes pescan furtivamente datos y claves no son siquiera los suplantadores de identidades. Las venden en la lonja según mercado a los ciberchorizos, el número de la seguridad social cotiza a un dólar. Hay países como Estados Unidos o Colombia con un tipo penal específico para los phishers de hasta cinco años a la sombra mientras que, en nuestro Derecho, aunque no es pacífico, estaríamos ante una revelación de secretos.

La eficaz empleada que me atendió en el banco, Cristina, aprovechó la extraña conversación para comprobar que no me hubiera cargado también el fijo y marcarme de nuevo. Todo parecía indicar la comisión de un presunto fraude, pero ahora se ha resuelto y, con gran alegría, podría deberse a un cruce inalámbrico de cables de Telefónica. He comentado este asunto con un primo mío y me ha dicho que me congratule, primo, (nunca me llama primo), de poder justificar haber tenido teléfono móvil por si un día nos obligan a los cuatro que quedamos.

La verdad, divino tesoro, ya venía maltrecha del mundo real y lo falso se abre paso a empujones en el virtual. No hay mascarilla, ni distancia social, ni toque de queda, aunque sí estado de alarma. Sufre una pandemia primigenia más contagiosa que la Covid-19, todos conocemos empresas infectadas por un virus (cuidado con el teletrabajo), a quienes les ha costado una buena suma recuperar sus datos secuestrados. O personas que han clicado donde no debían, (ojo con los comprobantes de ERTE y estos días Santander), abriendo correos electrónicos -anzuelos-, para sacarle los cuartos.

Juan Ballester: Escritor y editor afincado en Tarragona, autor de obras como ‘El efecto Starlux’ y, más recientemente, ‘Ese otro que hay en ti’. Impulsor del premio literario Vuela la cometa.

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