Cuando yo era chaval, en aquellos tiempos en los que la ley en la escuela la marcaba la sentencia «la letra con sangre entra», lo peor que te podía pasar no era que el maestro te regañara o atizara, sino que ibas a casa y volvías a recibir otra reprimenda, cuando no una bofetada, entonces una ‘herramienta didáctica’.
La autoridad del profesor no se cuestionaba; si te había castigado, era, sin lugar a discusión, porque algo habías hecho. Pero aquello, como dicen mis hijas, es «prehistoria». Hoy si un maestro riñe fuerte a un alumno –afortunadamente, ya a ninguno se le ocurre ponerle la mano encima a un niño–, lo más probable es que reciba la visita de los padres del menor pidiéndole explicaciones.
O algo más. Como ese padre y ese abuelo condenados a 18 y 6 meses de prisión, respectivamente, por haber coaccionado y amenazado a un profesor de un colegio público de Pamplona que agarró por el brazo al menor.
No es un hecho aislado. Seis de cada diez profesores de centros públicos de Catalunya aseguran haber sido víctimas de algún tipo de agresión física o verbal por parte de alumnos y el 30% ha sufrido alguna agresión por parte de los familiares de los menores.
Me comentaba un amigo psicólogo que este cambio tiene mucho que ver con ese sentimiento de culpabilidad que tienen muchos padres por no poder prestar a sus hijos toda la atención que desearían, lo que les lleva a sobreprotegerlos y a defenderlos a toda costa sin pararse si quiera a ver si tienen razón.
No lo sé, en todo caso, coincido con él cuando apunta que esta pérdida de autoridad de los maestros tiene mucho que ver con algunos de los problemas de conducta que hoy apreciamos en muchos niños y adolescentes. Hemos pasado del todo a la nada sin hallar un término medio. Y eso nunca es bueno.