‘Primum non nocere’, juramento hipocrático médico

Creo en los cuidados paliativos tanto en cuanto al sufrimiento físico como al espiritual, causado muchas veces por la soledad que sienten los enfermos
 

20 diciembre 2020 11:20 | Actualizado a 20 diciembre 2020 12:12
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“Y no daré ninguna droga letal a nadie, aunque me la pidan, ni sugeriré un tal uso, y del mismo modo, tampoco a ninguna mujer daré pesario abortivo, sino que, a lo largo de mi vida, ejerceré mi arte pura y santamente».

Llevo viviendo en España muchísimos años, bajo gobiernos de distinto signo pero ahora es la primera vez que siento miedo por esta España que quiero tanto. Sin embargo fue hace dos días, cuando se aprobó en el parlamento la tramitación de la futura ley de la eutanasia, que sentí verdadero pavor. Es el progreso, me dicen. Es para eliminar el sufrimiento me dicen. Será alcanzar, por fin, la muerte digna me dicen. Pero quiero a continuación explicar tres ejemplos dentro de mi experiencia personal, que desmienten a mi entender, estas afirmaciones. Y quiero subrayar que no les cuento esto bajo un sentido religioso, sino dentro de la ley natural que rige, o debería regir, entre los seres humanos.

Tengo donde vivo a unos vecinos holandeses con quienes me une una sincera amistad. Hace tres años enfermó la abuela, madre del padre de familia, de cáncer de colon, una mujer de sesenta y pocos años. La conocía de sus visitas en verano y la apreciaba y sentí mucho lo que le pasaba. Durante un año siguió el tratamiento prescrito en Holanda donde vivía, pero en verano, durante una visita de su familia a España me comentaron que no mejoraba, que posiblemente no podrían venir en septiembre como estaba previsto pero seguro que vendrían a pasar las Navidades. Esto en sí me extrañó. ¿Cómo era posible que tuvieran esa seguridad en esas circunstancias? Al cabo de un par de meses recibí un WhatsApp que me explicaba que estaban a punto de tomar una decisión, y cuando pregunté cuál, me contestó que, o seguir con un tratamiento a todas luces inútil, u optar por la eutanasia pero no tuve más noticias hasta pasadas unas semanas cuando me dijo que a la abuela se le había aplicado una inyección letal el día tal a la hora tal después de despedirse uno a uno, incluidos los nietos de corta edad, de toda la familia.

Se puede argumentar, y de hecho se hace, que fue la abuela que pidió esta solución pero ¿quién asegura que no se sintió prácticamente obligada por las molestias que estaba causando, primero a su hija que tenía que estar pendiente de ella en detrimento de su trabajo o a su hijo que no podía planificar sus vacaciones con la familia debido a la incertidumbre de la situación? Tengo que admitir que me afectó muchísimo, sobre todo por lo que pasó, esta vez personalmente en mi propia familia, poco tiempo después.

Hacía muchos años, más o más once, mi hermano se enfermó de cáncer de próstata. Luchó desde el principio con todas sus fuerzas y todas las terapias disponibles, apoyado por su mujer, su familia y sus amigos. Sé perfectamente que sufría durante muchas etapas de la enfermedad pero nunca dejó de disfrutar de la vida, ni de hacer disfrutar a los demás.

Sin embargo sabíamos, sobre todo él, que esto llevaba fecha de caducidad y ésta llegó unos nueve meses después. Sin entrar en detalles, sufrió metástasis ósea y todo empeoró rápidamente. O sea, en ese momento mi hermano hubiera sido un candidato idóneo para la eutanasia. Entraba en la fase final, no tenía ya solución, sólo le quedaban meses de sufrimiento, suponía gastos para la sanidad, y «molestias» para la familia. Nada de eso pasó. Se le encontró un remedio para el dolor, se le trasladó a su casa desde el hospital, tenía ayuda mi cuñada cuatro veces al día a domicilio. Sus últimos meses fueron tan ricos respecto a nuestras relaciones con él, quizá como nunca antes, que es un tiempo que agradezco profundamente. Ese tiempo de más, robado a la muerte, sirvió, además para que se reconciliara con su única hija.

Desde su divorcio de la madre de sus dos hijos, cuando su hija tenía diez años, nunca más se relacionaron. Fue una espina que tuvo clavada toda su vida que no hubo más remedio que llevar con resignación. A sabiendas de que a su padre le quedaba ya poco tiempo, al final quiso su hija verle. Nadie supo qué hablaron durante esas cuatro horas que estuvieron juntos, sólo sé que cuando entró en coma, pocos días después -como si hubiera estado esperando esto para irse- estuvo su hija todo el tiempo con él.

Finalmente quisiera añadir que aplicar la eutanasia por estados depresivos o petición por «estar cansado de vivir» es igualmente una barbaridad.

Mi suegra a partir de los 85 años ya preguntaba «¿Qué hago yo aquí?». Cada día decía que pedía a Dios que la llevara, que no se despertara al día siguiente, sólo soy una carga para mí y para los demás. Pero eso no impidió que disfrutara de su hijo, sus nietos y sus bisnietos, de la boda de su nieta, desplazándose a otra ciudad, ya con 95 años y de una gran fiesta por sus 100 años cumplidos con toda la familia, algunos venidos de lejos y que no había visto en mucho tiempo. Si le decimos entonces que de acuerdo, mañana llamamos a alguien (me niego a llamarlo médico) que te ponga una inyección y se acabó tu problema, hubiera protestado, horrorizada, enérgicamente. Finalmente se murió con 103, tranquilamente y rodeada de su familia.

Quise contar estas experiencias porque creo sinceramente que la eutanasia no es ninguna solución. Creo en los cuidados paliativos tanto en cuanto al sufrimiento físico como al espiritual, causado muchas veces por la soledad que sienten los enfermos. Ojalá pudiera convencer a algunos políticos que van a legislar en este sentido que esto abre la puerta a un sinfín de abusos, sólo tienen que estudiar lo que está pasando en Holanda y Bélgica.

Judith Mckinney. Licenciada en Literatura y Lengua de  francés y español

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