Rafaela

Cuán ha cambiado todo entre los profesionales sanitarios, ahora el celador quiere hacer de enfermero y la enfermera, de médico

08 julio 2021 08:30 | Actualizado a 08 julio 2021 08:53
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La ventaja que tenemos los que escribimos es que podemos fantasear o bien relatar lo sucedido. Es la suerte de no tener que decir la verdad, sino hacer leer a la gente. Luego los lectores tomarán las cosas escritas como quieran. Siguiendo con la cantinela de que en verano se deben contar relatos refrescantes y poco profundos, debido a que la gente que lee (que suele ser más que en otras épocas) no está para muchas preocupaciones, voy a seguir con esta premisa y hurgando en mi memoria voy a plasmar un recuerdo que considero interesante.

Los hechos discurrieron cuando era joven, creo recordar que por mis veintitrés, y me dije que alguna vez escribiría acerca de lo ocurrido. Más que un simple hecho fueron varios encadenados, pero con un solo protagonista. Lo redacto ahora, cuando aún no me falla la memoria, pero que debido a la edad que tengo puede que pronto estos empiecen a desaparecer, ya que en la actualidad recuerdo mejor lo acontecido hace años que lo del día de ayer.

Estaba acabando mi licenciatura en Medicina. En la universidad donde realicé mis estudios, al igual que en muchas de las facultades del país, había un número considerable de estudiantes por curso que conforme pasaban los años académicos iba bajando. En concreto, cuando inicié estos estudios debíamos estar unos 1.200 alumnos en el primer curso. Decían que era la necesidad de tener abundantes médicos para combatir la gran necesidad que existía. Cómo comprenderán, la magna masificación hacía que las prácticas y otros pormenores fueran insuficientes. Por aquel tiempo existía una venia que con cuatro años de Medicina te convalidaban el título de ATS y allí me tienen a mí dispuesto a trabajar para hacer prácticas, conocer el mundo hospitalario, palpar la manera de trabajar del gran colectivo sanitario y también el poder disponer de unos dinerillos, que nunca van mal, y más a un estudiante.

Después de unas semanas de rodar por diferentes servicios del gran hospital donde empecé a trabajar, me topé con ella. Debía de tener mi misma edad, éramos coetáneos, pero ella parecía que tenía la edad de mi abuela. Estaba encamada junto a la ventana, en una habitación de cuatro camas hospitalarias. Por entonces no era nada raro, había salas con varias camas, habitaciones de seis, de cuatro, algunas dobles y raras las individuales. Y allí estaba ella y su tristeza. El destino o más bien la genética le había otorgado el padecer una de esas enfermedades raras con nombre peculiar, progeria. Una enfermedad que causa envejecimiento prematuro dando un aspecto típico de anciano. De ella hay dos tipos, la que afecta a niños o síndrome de Hutchinson-Gilford y la que afecta a algo mayores o síndrome de Werner. Ambas causan una gran predisposición a padecer graves patologías, entre las que podemos destacar una mayor incidencia de tumores malignos, cataratas, diabetes, hipertensión. Pero lo más peculiar es el aspecto externo o fenotipo, con una talla baja, cara de pájaro y escaso pelo, fino y lacio. Aunque hay que destacar que el desarrollo psicomotor y sobre todo intelectual es normal.

Mi relación fue profesional. Todos los días le tenía que realizar las tareas pertinentes y entre otras cosas la levantaba de la cama y la ponía en una silla cerca de la ventana para que pudiera ver y mirar. Ella quería que fuera yo el que realizara estas labores, que yo hacía con gusto aunque no me correspondían. Me percaté de que este contacto la animaba y se le insinuaba una sonrisa pícara. Además, cuando finalizaba mis otras tareas volvía y pasaba buen tiempo con ella. Hablábamos de todo y se notaba lo mucho que había leído. Así surgió nuestra amistad y mis compañeras me tomaban el pelo. Valía la pena, ya que siempre he considerado que en Medicina hay que hacer de casi todo, aunque no nos toque. De vez en cuando le obsequiaba con algún libro, revistas o bien alguna rosa, y ella se ponía contenta. Creo que llegó a enamorarse de mí y yo un poco de ella.

¡Qué tiempos aquellos! Cuán ha cambiado todo entre los profesionales sanitarios, ahora el celador quiere hacer de enfermero; la enfermera quiere ejercer de médico; el médico joven solo quiere aplicar los protocolos y los burócratas pretenden que el médico no haga de médico, más bien que trabaje como una máquina. Y con todo este lío, nos olvidamos de lo esencial. Es bien sabido que en esta profesión no solo curan los fármacos; el contacto y el trato con el enfermo mejora la salud física, psíquica y moral. Puede que todo se deba a la estimulación del eje pineal/hipotalámico-hipofisario-adrenal, que está más que comprobado tiene su acción y desafortunadamente nos olvidamos, como de otras cosas básicas.

Los dos nos fuimos del hospital, ella a un lugar sin retorno, aunque creo que un poco más tranquila y feliz; yo a terminar mis estudios de la más grande y más gratificante de las profesiones, la de médico, la que devuelve o por lo menos intenta devolver la salud a los que la han perdido.

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