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    ¡Matilde, te amo!

    29 julio 2022 20:16 | Actualizado a 30 julio 2022 07:00
    Martín Garrido Melero
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    Un jueves de una mañana muy soleada, de hace muchos años, las bolas y los números decidían mi futuro. Si ahora les escribo seguramente es porque aquel día la suerte me fue provechosa y el destino había decidido ser generoso conmigo, aunque nunca se sabe que hubiera ocurrido en otro caso. Se trataba de insacular diez bolas en las que venía marcado un número. Cada número equivalía a un tema que debía ser expuesto sin dilación ante un tribunal. Eran las famosas oposiciones a notarías.

    Azaña, que formó parte de alguno de estos tribunales antes de ser presidente de la segunda República, las odiaba; y también me da la impresión, que no le caían muy bien los aspirantes, pero ya sabemos que Azaña tenía sus particulares fobias. Tienen fama de “duras”; y también de peligrosas. Dos años después de aquella mañana, en el mismo lugar en que se había jugado mi destino, un aspirante abrió la puerta donde otro recitaba sus temas, se dirigió al tribunal, sacó una pistola y apuntó al presidente, que se ocultó rápidamente debajo de la mesa, a diferencia de dos de sus colegas que recibieron unos cuantos balazos. El frustrado aspirante puso fin a su vida a continuación.

    Una de las bolas, que con mano temblorosa extraje aquel jueves, correspondía al «Testamento ológrafo». Ha llegado la hora de escribir algo sobre un testamento que, si por algo se caracteriza, es precisamente por no ser redactado por un notario, sino que lo es de puño y letra por el propio testador o testadora. Ironías del destino.

    Quizás este pasado me lo ha recordado un suceso reciente de mi estudio. Una señora se ha presentado con un sobre que iba dirigido a mi («Para entregar después de mi muerte al Sr. Notario»); asegurando contener una carta manuscrita de su marido, cuyo texto ignoraba completamente ¿Qué había dentro? ¿Qué secreto se ocultaba en el interior del sobre? Y uno, que siempre acaba pensando en las consecuencias, termina preguntándose: ¿Podía su contenido alterar el testamento notarial en que aparecía dicha señora como heredera? «Usted ha obrado con justicia, podía haber roto el sobre y nadie se hubiera enterado nunca de su contenido, pero ha querido realizar el último deseo de su esposo», felicité a la portadora, era para hacerlo; y añadí «Sabe que ahora cuando yo abra este sobre, su suerte está echada». Y lo abrí.

    El testamento ológrafo es la forma más fácil y al mismo tiempo la más difícil de testar. Basta un papel, consignar una fecha y un lugar, escribir de puño y letra lo que uno quiere (y ahí está la dificultad) y firmar

    El testamento ológrafo es la forma más fácil y al mismo tiempo la más difícil de testar. Basta un papel, consignar una fecha y un lugar, escribir de puño y letra lo que uno quiere (y ahí está la dificultad) y firmar. Y ya está. Vale igual que un testamento hecho con todas las formalidades ante notario; y como vale igual, un testamento posterior (ológrafo) revoca, si no se dice lo contrario, al anterior (notarial). Ya les digo que la bola que me tocó era una ironía, porque iba a ser notario (aunque yo entonces no lo sabía) explicando un testamento que nunca podría autorizar.

    El testamento ológrafo más conocido, que ha dado lugar a miles de páginas jurídicas, y hasta un monumento, es el «testamento de Matilde». Matilde conoce a un chico, se enamoran, y le escribe una carta de amor, en la que además de consignar el lugar y la fecha, escribía de su puño y letra: «Pacicos de mi vida, en esta primera carta de novios, va mi testamento, todo para ti, todo para que no te olvides nunca del cariño de tu MATILDE» (antes me lo sabía literalmente, ahora me falla la memoria). Se casaron, vivieron muchos años juntos, y conservaron esta primera carta de amor, no tuvieron hijos, y Matilde murió la primera. El conflicto surgió entre los parientes de Matilde y su marido y la cuestión llegó al Tribunal Supremo ¿Era un testamento o una simple carta de una novia enamorada que no pretendía hacer testamento sino simplemente tenía una predilección por la literatura jurídica? Y la cuestión más debatida, ya ven como somos los juristas: ¿debía admitirse como firma el nombre de «Matilde» o debía exigirse la firma real de la mencionada Matilde?

    Testar implica siempre querer hacerlo, pero ¿quién puede asegurar que el testador ha sido consciente y libre cuando ha escrito un documento?

    Les confieso, pero no se lo cuenten a nadie y no lo pongan en práctica, que a veces someto a mis estudiantes a una prueba macabra. Les hago que redacten como aprendizaje su propio testamento ológrafo con todo el rigor exigido por la ley, luego les sugiero que nombren un heredero (por ejemplo, a mí), y una vez hecho todo esto les retiro el escrito y compruebo los fallos. Antes de irse, rompo lo escrito y les aconsejo que nunca se les ocurra hacer esto, ni siquiera con su mejor amigo o amiga, salvo que quieran realmente hacerlo, porque alguien puede pensar que es un verdadero testamento ológrafo. Testar implica siempre querer hacerlo, pero ¿quién puede asegurar que el testador ha sido consciente y libre cuando ha escrito un documento?

    Los juristas catalanes, como los romanos, no creían mucho en esta forma afrancesada, que se había impuesto en Francia y luego por su influencia en el Código civil español; y lucharon porque en Cataluña no se aplicara, salvo en un caso muy concreto y razonable. Un prestigioso jurista catalán, a principios del siglo XX, escribía: «el testamento ológrafo, a cambio de dar facilidades y reserva para testar, ofrece peligros de impremeditación, de falsificación, de ineptitud del testador, de ocultación y de destrucción del testamento» (BORRELL i SOLER). ¡Cuántos testamentos ológrafos habrán sido destruidos u ocultados en todas las épocas! ¡Cuántos testamentos ológrafos habrán pasado como tales, a pesar de no ser realmente queridos por el escritor del papel!

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