«Aún no se ve el suicidio como lo que es: una enfermedad»

Cristina perdió a su marido hace cinco años. «Me costó muchísimo dejar de tener sentimiento de culpabilidad y de preguntarme todo el rato ¿y si...?», dice esta tarraconense que lucha contra el estigma social y el tabú del suicidio 

03 agosto 2018 18:15 | Actualizado a 07 agosto 2018 12:45
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Cristina habla rápido y ríe. Por fuera parece recuperada; por dentro también, aunque recordar siempre quema. Han pasado cinco años, un lustro de escozor, de superar las fases del duelo y de un aluvión de preguntas, recurrentes y desgarradoras, y siempre con el mismo inicio: ¿Y si...? Y ese recorrido mental por el pasado, en busca de señales y explicaciones en gestos, actitudes, palabras.

¿Y si no le hubiera dejado solo aquel día? ¿Y si hubiera hecho algo? ¿Y si aquel día me hubiera dado cuenta? «Llega un momento en el que no te puedes permitir el ‘y si’. No hay que cuestionarse eso. Pasó y ya está. A mí me costó muchísimo. Es una evolución personal», dice Cristina, una profesora tarraconense de 48 años. 

Su marido, Pere, un abogado también de Tarragona, se quitó la vida a los 44. Dejó tres hijos pequeños, que entonces tenían 11, 15 y 16 años. Luego está la losa de la responsabilidad. «Intentas no sentirte culpable, pero no lo consigues. La culpabilidad se arrastra durante mucho tiempo. Ahora no la tengo». No hay un momento  concreto de liberación. «Sencillamente avanzas con el dolor. Ves las etapas del duelo y te das cuenta de que el final queda muy lejos, hasta que llega un día en que te ves preparado», relata. 

Cristina Arcas no halló compresión rápido. El alivio no comenzó a llegar hasta el día en que habló con Cecilia Borràs, doctora en Psicología y presidenta de Després del Suïcidi-Associació de Supervivents (DSAS). Cecilia, madre de un hijo que se suicidó a los 19, le empezó a dar claves. «Hasta que no hablé con ella, unos meses después de la muerte, no me sentí entendida y comprendida. Le decía lo que sentía y ella decía que era normal, cuando nadie te lo había dicho. Tu núcleo familiar no sabe ayudarte, no puede. Y luego está el resto», explica. 

Mencionar la palabra

Ahí se topó con más dolor. «Lo de la gente de la calle eso sí que es crítica total, pura y dura. Lo que más daño me ha hecho es lo que le ha podido llegar a mis hijos. Era tanto el dolor que sentía que lo que dijeran los otros no me hacía daño. Pero con mis hijos… ¿Cómo se les puede hacer daño a niños con según qué comentarios?».

Cristina tuvo que digerir el estigma social, los esquemas mentales que constriñen. Los cuchicheos, las palabras por lo bajini, los eufemismos, los tabúes. «El mejor consejo que creo que puedo dar es que se diga. Los terapeutas te dicen, antes que nada, que digas la palabra suicidio. Y no lo hacemos.

Yo he intentado normalizarlo, pero cuesta. Hablamos de una enfermedad más, como el cáncer o como una pulmonía. No puedes decir libremente lo mal que lo estás pasando con una depresión. El tema se sigue tapando en muchos entornos. No se puede hablar de él. ¿Entonces para qué existen los psicólogos y los psiquiatras?», se interroga Cristina, que un día dejó de preguntarse ¿y si?, a pesar del vacío, del desgarro hondo, como agarrado al pecho. 

«No se me pasó por la cabeza»

«Nunca se me pasó por la cabeza que llegara a este punto. Veía que mi marido estaba mal y necesitaba ayuda, pero nunca imaginé que se pudiera suicidar». Ni siquiera vio señales el último terapeuta al que fue Pere, cuando ya asomaba un rayo de esperanza, en el mejor momento de un túnel oscuro que ya duraba más de cuatro años. «Él tenía recetada diferente medicación pero se negaba a tomarla. Cuando pasó, él parecía estar mejor, con ganas de salir por fin de aquel dolor».

A la aflicción se le sumó la búsqueda de respuestas. «No tenía ninguna enfermedad concreta diagnosticada. Veías que sufría mucho, muchísimo, pero te das cuenta también a posteriori. Miras fotos y le ves esa tristeza en los ojos que a lo mejor en su momento no la identificas. Por eso piensas que a lo mejor es de esos casos que se podrían haber evitado».

No hubo tampoco ningún detonante de aquella nube negra que un día acechó a Pere y lo hizo, además, sin dar señales evidentes ni definidas: «Es desesperante, porque estás mal y no sabes qué es, nunca terminas de saber qué pasa. Creo que no le dio tiempo de solventar algunas cosas en el camino, no supo gestionarlas. El dolor fue tan grande que el suicidio fue una salida rápida».

Cristina tuvo que seguir. Y se aferró a sus hijos. Ellos fueron, en verdad, quienes la acabaron salvando a ella. «Aquel dolor fue tan grande que si no llega a ser por mis hijos creo que no hubiera continuado. Me habría consumido y en un momento dado hubiese dicho: ‘hasta aquí’. Pero no le podía hacer eso a mis hijos». 

En esta época de tormento y finalmente de salir de la luz del túnel, a Cristina le dio tiempo a preguntárselo todo y también de ponerse en su piel, de entenderle. «Creo que él tenía esa sensación de no querer hacer más daño a la gente que quería. Él pensó: ‘Me voy y así ellos serán libres’, sin saber que eso no iba a ser así». 

Sólo el tiempo y las palabras comprensivas le han permitido salir adelante: el dolor, moldeado, sigue, pero por lo menos se abandona el sentimiento de culpa, se deja de preguntarse ‘¿y si...? Las recetas para los supervivientes del suicidio son lugares comunes: el tiempo, la terapia, el verbo reconfortante de quien ha pasado por ahí. Y luchar para que se acaben las miradas de reojo y para que se hable, sin prejuicios, del suicidio. 

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