Catalina llegó a vivir a Tarragona el año pasado y no fue la única; el colectivo de inmigrantes venezolanos, aunque discreto (son 267 en la ciudad), creció un 52% en un solo año.
El impulso de Catalina para dar el salto definitivo a España fue su hija Emily, una joven autista para la que no veía futuro en Venezuela. Una de las cosas que más le angustiaba era que no había los medicamentos que tiene que tomar de manera permanente. Dependían de que familiares o amigos se los pudieran enviar desde el extranjero. Pero esa fue apenas la gota que rebasó el vaso, justo antes de venir ya escaseaba la comida, «aunque ahora es mucho peor», y la inseguridad no daba tregua. Ella sufrió un robo y su hermano, un secuestro.
Catalina, arquitecto y orfebre, está tirando de ahorros mientras busca un empleo. «Nos encantaría quedarnos aquí, es una ciudad con mucha vida, sólo nos falta el trabajo», señala.