El periplo de dos ‘sin techo’ para salir de la calle

Dos personas ‘sin techo’ hablan del periplo que hacen cada día para sobrevivir y de la línea que les separa de una vida ‘normal’ 

27 enero 2019 14:43 | Actualizado a 27 enero 2019 16:55
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«La gente que habla de sufrimiento no sabe de qué se trata», dice Julien. Tiene 67 años, es francés y lleva tres meses viviendo en la calle en Tarragona. Hace unos días vino a la redacción del Diari porque quería hablar con un periodista para explicar que las ayudas para los ‘sin techo’ son pocas, puntuales, pero, sobre todo, no ayudan a salir de la calle. 

Aceptamos su invitación para ir a conversar en su «casa», la tienda donde vive, en algún lugar cerca de la playa, junto a Juan, un tarraconense que lleva ocho meses al raso. Prefieren que no se sepa el sitio por miedo a las agresiones, a que les roben las cosas, a que les lancen basura, como ha pasado alguna vez, o a que la policía les diga lo que ya saben, que allí está prohibido acampar... «Eso sí, le puedo decir que nosotros vemos los amaneceres más maravillosos de toda la ciudad», se consuela.

El camino a la calle
El caso de Juan (prefiere que no se conozca su nombre porque él sí es de Tarragona) es de manual. Tiene 58 años, trabajaba en una fábrica y a los 50 se quedó sin empleo. A partir de entonces no pudo volver a encontrar uno. Lleva 8 meses viviendo en la calle, desde que tuvo un problema familiar. Si pasó varios años en el paro cuando todavía tenía vivienda, ahora lo de encontrar un trabajo le parece misión imposible: «A los 50 ya eres viejo y si además no tienes dónde dormir o ducharte, imagínate...». 

Un estudio realizado por la Cátedra UNESCO de Vivienda de la URV que estudió el fenómeno de los ‘sin techo’ en 29 países encontró, tras analizar una cantidad ingente de datos, que el 21,5% de las personas que terminan viviendo en la calle llegó a esa situación tras una ruptura familiar. El 45% lo hizo después de haber perdido el trabajo. 

Juan tiene una renta mínima de inserción de la Generalitat que, en teoría, debería permitirle salir del atolladero, pero que en la práctica no le da: «En cualquier sitio para alquilar te piden tres meses por adelantado». Y lo peor es que en noviembre del año pasado consiguió reunir 700 euros y se los dio a otro sin techo que conoció en el albergue. Esa era la entrada para el piso de alquiler que iban a compartir. El plan era no tener que pasar el invierno en la calle. Pero fue depositar el dinero en su cuenta y desaparecer. Lo denunció a la policía, pero el estafador se esfumó. Juan es la viva imagen de la tristeza. 

Julien, por su parte, tiene una jubilación social en Francia, de la cual, asegura, da la mitad a su exmujer, en estado terminal, y a su hijo; también ayuda a su hermana. Puso tierra por medio en una situación familiar complicada, pero cada vez que puede regresa a su país. «Voy a cumplir mi palabra, voy a estar pendiente de ella (su exmujer) y quiero que mi hijo no deje de estudiar», dice. Cuenta que tiene un diploma de ingeniero civil y trabajó como entrenador de fútbol. Correctamente vestido, a simple vista no es fácil sospechar que vive en la calle. Cree que va a salir pronto, está reuniendo para alquilar piso junto a Juan; ahora sí. Cree que allí está la clave, en que hay mucha gente en la calle como ellos que, con un alquiler accesible, podría ser autosuficiente. 

Pero hace frío, se hace de noche y  al final la entrevista se traslada  a la cafetería de Renfe. Justo a la entrada un chico con un perro revisa el móvil enchufado en la pared. Nos dicen que él también vive en la calle y este es de los pocos sitos donde se puede cargar el móvil, hay wifi y se está caliente. Juan asegura que la cifra de personas que viven en la calle que arrojó el censo que hizo el Ayuntamiento en 2017 (59) no refleja la realidad. «Sólo fueron por los cajeros y sitios así», dice Juan. Él cree que en la calle duermen al menos 200 personas.

Pan para hoy...
Julien relata el periplo de cada semana. Lo primero es desayunar en Café i Caliu (de Cáritas). «Allí la gente es muy amable, lo hacen de corazón. Al menos te miran, no como en la calle». 
A Cruz Roja van los lunes a ducharse y a lavar la ropa. Luego a la biblioteca pública para estar calientes, «pero hay gente que huele y no les dejan estar; es normal... Y los domingos cierran. Falta un centro de día, porque si no sólo te queda la calle».  

A la hora de comer, lunes, martes y miércoles van cerca del Camp de Mart, a un comedor de la Iglesia Evangélica de Tarragona. En el PASS, Punt d’Atenció a persones Sense Sostre del Ayuntamiento, les dan tiquets para el comedor social «para un día sí y dos no». Allí les ayudaban a hacer algunos trámites y tenían sitio para guardar sus cosas, pero la oficina lleva dos meses cerrada. 

Por las noches, la comunidad de San Egidio reparte merienda-cena caliente, los jueves y viernes cerca de la Catedral y en la Estación de Autobuses. 

 También están muy agradecidos con Bonanit y con Teresa Beà, que es quien se dedica a asignar las camas. «Pero te dan catorce días y luego tienes que esperar tres meses para volver a tener plaza, hay pocas camas. Ahora cuando hay la operación iglú te pueden dar una semana más». 

Tanto Julien como Juan aseguran que no tienen relación con el alcohol, pero sí conocen muchos ‘sin techo’ que acaban excluidos del todo por este problema... Y muchos enfermos mentales «que deberían estar en una institución, no en la calle». Ambos reconocen, no obstante, que atender a quienes están en esa situación no es sencillo. 

En definitiva, el suyo es un periplo largo siguiendo un circuito del que no todos se enteran. «Cuando tengamos el piso nos vamos a dedicar a ayudar a otros, al menos a informarles», dicen. Relatan que encontraron a tres personas durmiendo sólo con mantas en un portal en plena Rambla. «Nadie había hablado con ellos, no tenían idea de adónde ir». 

Julien lleva notas en un cuaderno escritas con buena letra. Dice que son sus apuntes de cómo se llega a la calle. Su conclusión es lapidaria: «Todas las ayudas que se dan son de emergencia, no de inserción». 

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