La sala se quedó pequeña. Todo el mundo esperaba a Boris Izaguirre desde el 23 de enero, fecha en la que estaba prevista la conferencia y tuvo que ser aplazada. Las entradas estaban agotadas y, como en los grandes eventos, CaixaForum Tarragona habilitó un espacio para que las personas que no tenían la suerte de haber conseguido una pudieran seguir la charla. Es cierto, Boris despierta pasiones.
Entró como de puntillas, que es como andan las estrellas, y menos mal que esa tarde me cambié los pantalones porque hubiéramos coincidido en el color: el rosa. Pero tuve una premonición, porque, como Boris, también creo en el azar y las señales. Tras las presentaciones preliminares y los saludos de cortesía, las primeras palabras del escritor fueron para agradecer la presencia del actor Enric Majó, que se encontraba en la primera fila.
Y de ahí saltó a contar una anécdota sobre Cayetana Guillem-Cuervo y sin saber cómo él y los oyentes acabamos bajando del tren en la estación del Camp de Tarragona (sí, esa estación que le tiene maravillado por encontrarse a 12 km del centro).
Izaguirre habló de su niñez, de su dislexia, que la califica «como la base de todas sus peculiaridades», y de su «amaneramiento», que según contó lo acentuó para disimular «su torpeza personal». También recordó su problema con la lectura y cómo aprendió a leer con ocho años, un episodio que cuenta con fidelidad en su última obra literaria Tiempos de Tormenta, de la que había venido a hablar.
Una novela de ficción que narra algunos de los episodios más duros de su infancia y cuya protagonista es su madre, para la que tuvo palabras de reconocimiento y admiración.
Destacó a los escritores que le han influido y a los que admira, como el argentino Manuel Puig, al que no consiguió conocer pero «fue una apertura total ante la literatura», y a Terenci Moix, del que resaltó su gran poder de comunicación. De él también aprendió que debía encontrar «algo que fuera su lugar de refugio» y cómo la televisión pasó a ser ese refugio, es decir, un espacio que le permitió tener una vida para luego escribir.
Para Boris Izaguirre uno de los momentos más difíciles fue cuando decidió marcharse de Venezuela en 1992 a España, dejando atrás a su familia y lo que fue para «reinventarse». A partir de aquí desgranó una secuencia de fotogramas en los que nos hizo cómplices de ese «asomado» de las fiestas en las que se colaba para introducirse poco a poco en el mundo de la fama y destacó su amistad con la familia Bosé. Boris expresó el deseo de que su máxima «la vida es una fiesta y el mundo, una tendencia» se convierta en su epitafio. Nunca sabrá si se lo tendrán en cuenta.
El showman recordó su paso por aquel lejano Crónicas Marcianas y habló de la inteligencia de Javier Sardá y su visión de futuro. Poco a poco se fue desnudando en un sofá que al final se le hizo incómodo, pero no fue un desnudo físico como al que nos tenía acostumbrados en el programa emitido desde Marte, sino un desnudo comedido porque, tal y como dijo en un momento de la tarde, «no se trata tanto de desnudarse, sino de saber desnudarse». Y reveló, como quien no quiere, «mi vida no es mi vida, vivo la vida de Boris Izaguirre».
Después de una hora de hablar, Boris dio por finalizado su monólogo e invitó a los oyentes a que le hicieran preguntas, de lo que se arrepintió pronto porque le interpelaron a conocer su opinión sobre Venezuela y recordó que hace 27 años que vive en España. No obstante, lamentó que «su éxito hubiera ido paralelo al fracaso de su país». Siguieron otras cuestiones sobre sus padres, los hijos y su relación con España a las que contestó de manera cercana hasta que anunció «no se irán. Habrá que ir a cenar» y el resorte que lo tenía anclado en el sofá lo catapultó hacia la ristra de seguidores que le pedían un autógrafo. Boris... yo me voy a cenar.