Cuando cae la tarde dando zancadas

El Bosc de la Marquesa. Tan sólo rompe el silencio el crujido de mi pisada, junto con el susurro cercano de las olas y los árboles agitándose suavemente a mi paso

22 julio 2020 07:58 | Actualizado a 22 julio 2020 11:01
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A estas horas, hace tan sólo un mes, el canto de las chicharras inundaba las copas de los árboles, llegando a hacerse realmente insoportable; sobre todo, cuando te encuentras a mediados de septiembre, en pleno inicio de temporada y todavía con el bochorno veraniego típico de la zona mediterránea, y con varios kilómetros, a cambios de ritmo obligados por la irregularidad del piso, en tus piernas. Ahora es diferente. A puertas del otoño, puedes permitirte el lujo de empezar a disfrutar de cierto frescor en el aire; sobre todo, cuando el sol se va poniendo.

Dispersa en mis pensamientos, no me había percatado del cambio en los sonidos que acompañan el tramo final de mi recorrido. En cuestión de segundos, he dejado de escuchar el canto de algunas aves despidiéndose del día y el correteo apresurado de ciertas criaturas: ardillas, conejillos, ratones de campo, o duendecillos… ¿Quién sabe? «Haberlos, háylos». Al menos, eso aseguran una y otra vez mis compañeros.

‘Echo la vista atrás, deseando que llegue el próximo entrenamiento en mi querido rincón’

Y hablando de compañeros… Hace ya mucho que he perdido el contacto con el resto: es una de las trabas que tiene el ser la alevina del grupo. El ritmo que imponen en los rodajes largos me es soportable sólo en los primeros minutos, desde nuestra salida junto al Iot de la Platja Llarga, hasta que empezamos a trepar por las rocas al final de ésta, ascendiendo agónicamente y acortando la zancada por una duna plagada de raíces de pino blanco, adentrándonos en los terrenos de la Marquesa. A partir de entonces, es pura ‘supervivencia’ en soledad.

Sin embargo, eso es algo que me motiva más, ya que consigo conectar con la verdadera esencia de este maravilloso lugar. Ahora mismo, tan sólo rompe el silencio el crujido de mi pisada, junto con el susurro cercano de las olas y los árboles agitándose suavemente a mi paso, en una carrera desesperada en la que ya empieza a ser tan prioritario el rematar mi entrenamiento semanal con esta última sesión, como el conseguir salir de un bosque tan encantador a la vez que estremecedor, antes de que la oscuridad me engulla.

Una duda en el camino

Por un instante, en plena cuesta abajo sorteando las raíces que emergen de la superficie del camino, dudo entre continuar por el iluminado sendero de la izquierda, con esos ventanales naturales que hechizan dejando entrever, desde las alturas, una Wakiki exhuberante, y que te arrastra por un tobogán de arena de playa y raíces paralelo al mar; o bien por la ya oscura vereda que discurre serpenteante por el interior, y que desemboca en una pequeña explanada frente a la valla que mantiene el bosque a salvo de territorio civilizado.

Las zarzas

Sin apenas tiempo para decidirme, por la velocidad que se ha apoderado de mis zancadas, me topo con la bifurcación, y, como si de una fuerza invisible se tratara, me veo empujada al camino interior, apenas perceptible por la cantidad de vegetación que amenaza mi paso desde las entrañas del bosque. Hasta ese preciso momento, no había sido consciente de la fragancia que se desprende de la mezcla de humedad con la pinocha, intensificándose a medida que avanzo a trompicones, apartando las zarzas que arañan mi cara y mis brazos. Es un tramo inquietante en el que dejas de sentir el aliento de los últimos rayos de sol que, hasta hace poco, se atrevían a asomar entre las retorcidas ramas.

Empiezo a notar ya frío en mis piernas, cuando vislumbro a lo lejos la valla con el cámping ‘Las Palmeras’ al otro lado. Aún así, no me siento segura hasta que alcanzo las rocas. Aliviada, echo la vista atrás, deseando que llegue el próximo día de entrenamiento en mi querido rincón.

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