La Riba: mi pequeño tesoro, mi secreto, mi oasis...

Las vacaciones fuera de Tarragona. De pequeño, mi familia tenía una casa en este pequeño pueblo, 
de serpenteantes calles. Era mi coto de aventuras

31 agosto 2020 06:10 | Actualizado a 31 agosto 2020 06:21
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«He anat a seure al jardinet dels lliris en espera del bon temps», cantaba Pau Riba hace ya cincuenta años. Con los zapatos desatados. Sin calcetines en los pies. Mi jardincito de los lirios, esa idílica imagen con sabor a verano infinito, tiene ese punto tan cotidiano como la terracita de Pere y Teresa, mis vecinos de la casa de verano de La Riba. Yo de niño me colaba en su piso, escalando sus angostas escaleras, para espiar mi calle, el Carrer del Pont, a vista de pájaro. Sí, La Riba. Mi pequeño tesoro, mi secreto, mi oasis, mi rincón mágico.

Un pueblo a pie de carretera que casi todo el mundo ve lleno de cuestas y zigzags, con un olor inequívoco que mezcla la pasta de papel y el río, e incluso una connotación fantasmagórica por la imagen escalonada de sus casas, pero que yo aún siento como un coto de aventuras y gente, de castillos antiguos impenetrables (en realidad, molinos papeleros abandonados), de explorar sus serpenteantes calles imposibles, de jugar por la noche a pica-paret mientras los padres tomaban el fresco charlando con los vecinos.

Como os podéis imaginar, no hablo de esa Riba idolatrada por escaladores de paso ni de domingueros de paella que van a pasar el día libre. Yo hablo de vivirla desde dentro. De pequeño, mi familia tenía una casa allí. Era mi casa. Como no vivíamos en el Cap de Riba, yo siempre pensé que vivíamos a los pies del pueblo, y no empezaban realmente las vacaciones hasta que no salíamos de Tarragona hacia la libertad. Era una casa muy pequeña y a pie de calle, con techo bajo, de travesaños de madera. Cal Pipon. Siempre añorado Pipon. En realidad nosotros sólo éramos unos forasteros más que iban a veranear, como pasa en tantos pueblos. Pero yo no lo sabía. Yo pensaba que éramos de ahí.

Y los flashes de imágenes que tengo presentes son un testimonio de que era y es, para el recuerdo de muchos, este lugar. El resonar sordo y húmedo de las escaleras de la Costeta Teixidó, el antiguo campo de fútbol dónde hoy está la piscina y donde aprendí a ir en bicicleta (y donde siempre jugaba Bodoque de portero), la Font de la Cadireta en la que llenábamos las garrafas de agua para beber, la Font Grossa y la Font del Mas, salir de excursión al Puig Cabré y a la Font del Pasqual, ir al cine a La Penya, bañarse en el Toll de les Llesques o el Toll de les Ninfes, jugar a la máquina de videojuegos del bar del Siscu hasta que escuchaba el silbido de mi padre llamándonos a cenar, recoger restos de pasta de papel con un palo directamente del borde del Brugent (visto hoy, parece imposible que el río bajase tan sucio), vivir incendios y riadas, hacer una ronda de bailes con una orquestra cualquiera en el Casal por Fiesta Mayor, corretear por la Costa Baixa hacia el horno con la bolsa (de ropa) del pan, acompañar a mi madre a comprar a Cal Mariquildo o ir a buscar el periódico a Ca la Glòria, jugar con los de Cal Faldilles y de Cal Butxaquilles, dejar monedas de peseta en la vía del tren para recuperarlas luego aplastadas y deformadas, o beber agua en la Font del Sisquet, donde aún hoy llevo a mi hijo Roc para que vea cómo sus leones escupen agua.

Lugares mágicos y eternos

Pero, como reza la canción, «els dracs viuen per sempre, però els nens es fan grans». Un día descubrí que esa casa, ‘mía’, era de alquiler. Que la teníamos solo para veranear y que no era en realidad mi pueblo. Primero dejaron de ir mis hermanos mayores. Después yo. Pero, de algún modo, siempre será mi casa La Riba. Volví a vivir allí más tarde, ya adulto, durante algo más de dos años, en un ático de la Costa Alta. Ese retorno me hizo descubrir que somos nosotros quienes hacemos que los lugares sean mágicos. Y eternos.

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