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Iida Turpeinen: "Mi libro acabó poniendo en peligro los últimos restos de la vaca marina de Steller"

La autora finlandesa relata la trágica historia de una criatura majestuosa de la que solo queda un esqueleto, que nos hace tomar conciencia de la pérdida de biodiversidad

La autora finlandesa Iida Turpeinen.

La autora finlandesa Iida Turpeinen.Cedida

Glòria Aznar

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Iida Turpeinen es una autora finlandesa que se ha ganado el favor de crítica y lectores en su país y se ha convertido en uno de los fenómenos literarios del año con La bestia del mar (Seix Barral), traducida por Luisa Gutiérrez al castellano. En catalán El darrer gegant del mar (Cossetània), traducida del finlandés por Emma Claret. Una historia inspirada en la extinción de la vaca marina de Steller y la conservación de su esqueleto, que aúna ciencia y literatura.

¿Por qué se interesó por la vaca marina de Steller?

Desde hacía tiempo soñaba con escribir una novela que explorara nuestra relación con la naturaleza a través de la historia de la ciencia. Pero me faltaba una perspectiva. Entonces, en 2016, la encontré por casualidad durante una visita al Museo de Historia Natural de Helsinki donde había una gran estructura ósea, desconocida para mí, que no podía identificar. El espécimen pertenecía a Hydrodamalis gigas, la vaca marina de Steller, una especie que se había extinguido tan solo 27 años después de haber sido descrita por primera vez por la ciencia. Sin embargo, a lo largo del proceso de escritura, fui comprendiendo que el libro no sería solo sobre la vaca marina, sino también sobre cómo surgió el concepto mismo de extinción.

DIARI

¿Las sociedades actuales son conscientes de la ecocatástrofe que los humanos hemos provocado? ¿O aún no?

Al principio se pensaba que la extinción pertenecía solo a los tiempos antiguos, y no fue hasta los albores del siglo XX cuando la idea de que las acciones humanas podían provocar la desaparición de una especie fue ampliamente aceptada. Pero solo cuando empecé a escribir sobre un animal extinguido hace siglos comprendí que la extinción misma tiene su propia historia cultural. Desde una perspectiva histórica, el reconocimiento de nuestro impacto sobre la naturaleza es relativamente reciente, y gran parte de las estructuras básicas de nuestras sociedades y economías se construyó antes de que surgiera esta conciencia. Creo que nuestra lenta respuesta a la crisis de biodiversidad no se debe solo a la indiferencia, sino también a una auténtica perplejidad ante un cambio profundo de cosmovisión.

¿Por qué los humanos siempre quieren recuperar lo que han hecho desaparecer?

El deseo de recuperar lo perdido es una aspiración que se repite en nuestra cultura desde la antigüedad. Yo misma sigo con interés los proyectos que buscan traer de vuelta a especies extinguidas, como el mamut o la paloma migratoria (passenger pigeon). En cierta manera, entiendo el deseo de que regrese una criatura desaparecida: la imagen de mamuts vagando por la estepa siberiana es hermosa y fascinante. Pero parece utópico asumir que sabríamos convivir en armonía con un animal que ya hemos llevado una vez a la extinción. ¿Cómo podríamos cuidar del mamut, si no somos capaces de proteger a las especies con las que aún tenemos la suerte de convivir? Para que ese retorno funcione, no solo se necesita un avance científico, sino también una profunda transformación cultural.

¿La literatura puede ayudar a que la divulgación científica llegue a más personas?

No soy científica de formación, sino investigadora en literatura. No obstante, durante el proceso de escritura me encontré reflexionando a menudo sobre lo que la literatura puede aportar a la reconstrucción ecológica. Construir una relación más sostenible con la naturaleza es una tarea inmensa que ningún campo puede abordar por sí solo. Requiere múltiples formas de conocimiento y muchas maneras de comunicarlo y compartirlo. La reconstrucción ecológica depende de una base sólida de investigación, de mejor política y activismo. Pero creo sinceramente que también necesita del arte.

«La imagen de mamuts vagando por la estepa siberiana es hermosa y fascinante. Pero parece utópico asumir que sabríamos convivir en armonía con un animal que ya hemos llevado una vez a la extinción»

¿Ve algún paralelismo entre el dominio del ser humano sobre los animales y sobre los pueblos colonizados?

Oh sí, y especialmente en fuentes del siglo XIX esta conexión es más que evidente. La segunda parte de mi libro transcurre en ese siglo, en Alaska bajo el dominio de la Compañía Ruso-Americana, y los acontecimientos que narro muestran claramente cómo las jerarquías ligadas a la relación humano–naturaleza se utilizaban para justificar que las mujeres y los pueblos indígenas debían ser gobernados por hombres blancos. Como seres capaces de dar a luz, se consideraba que las mujeres estaban más cerca de la naturaleza que los hombres, y por tanto debían estar bajo su autoridad, ya que estos eran vistos como más racionales y por ende más alejados de la naturaleza.

¿Y los indígenas?

De forma similar, los pueblos indígenas, al vivir en estrecha conexión con la tierra y fuera del alcance de la cultura occidental, eran percibidos como más cercanos a la naturaleza que sus colonizadores, y por tanto, debían ser gobernados y ‘civilizados’. Se veía a la humanidad como destinada a dominar la naturaleza, y cuando esta idea se fusionaba con jerarquías raciales y de género, se justificaba perfectamente que los hombres blancos debían gobernar no solo la naturaleza, sino también a las mujeres y a los pueblos indígenas.

Una protagonista no puede amamantar a su hija ‘como cualquier otro mamífero’.

Al escribir eso, no estaba pensando en una observación jerárquica que se aplicara específicamente a las mujeres, sino más bien en un recordatorio de que los seres humanos –sin importar el género– somos mamíferos, parte de la gran multitud de seres vivos. Uno de mis objetivos era cuestionar la visión del ser humano como algo separado del resto de la naturaleza, subrayando en cambio lo profundamente entrelazadas que están nuestras vidas con otras especies y cuánto compartimos con ellas. A diferencia de la mentalidad del siglo XIX, para mí la idea de nuestra propia animalidad no es en absoluto degradante, sino más bien reconfortante.

¿Cuál es el papel de los personajes femeninos en la novela, más allá de acompañar a sus maridos en las expediciones?

He leído muchas novelas sobre la historia de la ciencia, y siempre me ha molestado cómo en ellas las mujeres parecen no existir o solo aparecen apoyando a los hombres. Cuando me di cuenta de que yo misma estaba escribiendo un libro sobre la historia de la ciencia, no quise producir otra historia más sobre los grandes logros de los grandes hombres. Me propuse una tarea consciente: debía haber mujeres que tuvieran alguna conexión con la vaca marina de Steller o con el esqueleto que acabó en Helsinki. Uno de los resultados más gratificantes de la publicación del libro ha sido la atención renovada hacia Hilda Olson, quien forjó una carrera extraordinaria como ilustradora científica en el siglo XIX, en una época en la que las mujeres todavía estaban en gran medida excluidas de la ciencia. Sus obras se han expuesto en Finlandia. 160 años después, finalmente está recibiendo el reconocimiento que tanto merece, como artista y como científica.

La figura del gigante marino tiene una fuerte carga simbólica, incluso mitológica. ¿Qué representa realmente?

Durante el proceso de escritura, la vaca marina se convirtió para mí en un símbolo de nuestra extraña relación con la naturaleza: una en la que esta es a la vez objeto de fascinación y afecto, pero también algo a lo que dañamos sin comprender del todo la magnitud ni las consecuencias de nuestras acciones. Curiosamente, este tema se vio reflejado de forma inesperada tras la publicación del libro.

¿Qué ocurrió?

La novela atrajo mucha atención en Finlandia, y la gente empezó a acudir en masa al Museo de Historia Natural para ver con sus propios ojos al personaje principal de la novela. El lado negativo fue que las personas estaban tan entusiasmadas por ver el esqueleto de cerca que algunas incluso comenzaron a tocarlo, a pesar de su extrema fragilidad. Hasta entonces, el ejemplar se exhibía al aire libre, pero el museo finalmente tuvo que tomar medidas de protección y colocar paneles de cristal alrededor para protegerlo de los visitantes demasiado entusiastas. Todavía no sé si es trágico o cómico que mi libro acabara poniendo en peligro los últimos restos de la vaca marina.

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