El ángel azul (1930) significó el salto de Berlín a Hollywood de Marlene Dietrich (Schöneberg, 1901-París 1992), la mujer que rompió como un ciclón el orden establecido en la industria del cine. Antes se había comportado con autoridad encima de un escenario, expuso su voz como cabaretera en los locales más elocuentes de Alemania.
En sus apariciones se comportaba con la firmeza de una persona que lo tiene todo bajo control. Altiva y muy impetuosa, la actriz adoptó la etiqueta de femme fatale. «Me hicieron para el amor, los hombres me rodean como polillas alrededor de una llama, y yo no tengo la culpa», cantó. En realidad se convirtió en un emblema de libertad en su tiempo. Este próximo mes de mayo se cumplirán 33 años de su muerte.
Su pose resultó tan transgresora que incluso se opuso a cualquier movimiento feminista de la época. «Tienen envidia del pene», dijo. Llegó a oponerse de forma convincente al nazismo, nunca se dejó llevar por la corriente que dictaba el sistema. De ahí que causara tanta pasión como revuelo y envidia en la sociedad de su época.
Hasta el punto que llegó a transformar prendas masculinas de ropa reservadas solo para hombres, en artículos adaptables para las mujeres. Incluso en su primera película en Hollywood (Marruecos, 1930) besó a otra mujer mientras lucía un esmoquin. Ese afán de ir contra lo dictado.
Un personaje clave
Cuentan los críticos de la época que el director Josef Von Sternberg, creador de El ángel azul, fue un personaje sustancial en la carrera de Dietrich. Construyó el mito. La obligó a aprender inglés, la hizo adelgazar y le enseñó a armonizar mejor las facciones de su rostro a través del maquillaje. Dicen que copió las cejas de Greta Garbo. «El hombre que me creó», lo definiría ella.

«La ropa me aburre, me visto para la imagen, no para mí misma. Compro en una tienda de barrio», comentó con respecto a su imagen, aunque los departamentos de maquillaje y vestuario del mundilllo aseguraban que era la más sabía. Esa indiferencia que mostraba a menudo reflejaba su carácter autoritario. Siempre se expresó muy segura de sí misma ante una sociedad que la analizaba al mínimo detalle.
«Cuando llegó a Estados Unidos, la palabra glamour entró en nuestro diccionario», recordó en sus memorias la maquilladora Dottie Ponedel, a la que Dietrich trató como a una amiga: le compró un coche nuevo, consiguió que la contrataran en Paramount y hasta que ingresara en el sindicato de maquilladores (por entonces todos hombres).
Le costó tanto envejecer que a la alemana se le achaca ser la precursora del lifting facial con esta sencilla técnica de estirar la piel hacia atrás y «esconderla» tras la melena. A lo largo de los años, perfeccionaría el sistema con cintas y otros aparatos que aseguraran que todo lo que sobrase, se retiraba de primera línea de rostro.
Se extendió el rumor, para muchos veraz sobre imagen voraz en lo sentimental. Aseguran que no entendía de géneros para el amor, y se dice que se acostó con tres Kennedys, Orson Welles y hasta con Greta Garbo.
Toda esa capacidad seductora dispone de un contenido carismático que seguramente no alcanzaron otras estrellas de la época como Marilyn Monroe o Rita Hayworth. Entre otras cosas, se comportó como una activista política constante, como una alemana activamente antinazi. Además cantó el Lili Marleen a las tropas americanas en la segunda guerra mundial.
En lo artístico trabajó con un extraordinario ramillete de directores; Alfred Hitchcock, Fritz Lang, Orson Welles, Billy Wilder y Ernst Lubitsch.
Marlene Dietrich murió en su pequeño apartamento parisino. Llevaba más de una década prácticamente sin abandonarlo, hurtando al mundo la visión de lo que la vejez había hecho a uno de los rostros fundacionales de la época gloriosa de Hollywood. Una diva que se rebeló contra todo bajo un aspecto determinante y ególatra.