El doble valor del patrimonio histórico

28 enero 2023 20:13 | Actualizado a 29 enero 2023 07:00
Dánel Arzamendi
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Las personas que residimos habitualmente en una ciudad histórica y monumental como Tarragona, frecuentemente somos testigos o incluso partícipes de un recurrente debate sobre la forma de gestionar e interiorizar socialmente la convivencia con este legado de trascendencia cultural y turística incuestionable. Esta semana he pasado unos días en Atenas, y me gustaría compartir algunas reflexiones al respecto, asumiendo de antemano que plantear una comparación automática resultaría absurdo por las enormes diferencias que nos separan. Sin embargo, existe un factor que no es cuantitativo sino cualitativo, y es la actitud que se percibe colectivamente hacia ese patrimonio y la posición que ocupa entre las prioridades públicas. Con las obvias limitaciones de análisis que padecemos los ‘guiris’ en casa ajena (pueden considerar todo este artículo una simple hipótesis), creo que el ejemplo ateniense puede servirnos como referente en este punto, tanto hacia dentro como hacia fuera.

Al hablar de la actitud interior, me refiero al reconocimiento social sobre el valor de ese legado, en cuanto activo que identifica y enorgullece a la población local. Esta realidad se traduce en un deseo mayoritario de aprendizaje sobre este patrimonio, un empeño en trasladar dicho conocimiento a las generaciones futuras, y una determinación férrea de cara a su conservación y mantenimiento. Estos días he visitado numerosos espacios arqueológicos, y absolutamente en todos he detectado una presencia común: docentes explicando a grupos de atentos escolares, sea cual fuera su edad, las maravillas que tenían ante sus ojos, así como familias autóctonas, incluidas numerosas parejas jóvenes, leyendo con atención los paneles de cada yacimiento o museo.

Atenas es una urbe caótica, sucia, anárquica... Y sin embargo, los espacios arqueológicos ofrecen una imagen asombrosamente pulcra y ordenada

En definitiva, he creído palpar un interés auténtico de la población local por conocer su historia y su riqueza monumental, un aspecto que no me atrevo a valorar en nuestro caso, aunque sospecho que nos haríamos cruces si descubriéramos la proporción de tarraconenses que apenas tienen nociones básicas sobre nuestro legado romano y medieval. Esta percepción no se ha limitado a los destinos inevitables, como la Acrópolis, el Ágora o el Museo Arqueológico Nacional, sino también a lugares menos populares, como el yacimiento de Kerameikos, un espacio funerario desde el siglo XII a. C., pero también defensivo y festivo que solía frecuentar Diógenes, o la colina Pnyx, cuna de la democracia, donde hace dos milenios y medio ya se reunían los atenienses en asamblea (ekklesia) y donde todavía puede verse la roca tallada que usaron Pericles o Demóstenes como tribuna.

Esta mirada de los propios ciudadanos hacia su patrimonio tiene también una derivada patente, y es el aspecto de dichos lugares: llamativamente bien conservados en un país con un legado inabarcable, impecablemente limpios en la mayoría de los casos, con una señalización en perfecto estado, etc. Y esto llama aún más la atención en una capital que no se caracteriza por ser precisamente modélica en estos aspectos. Es más, Atenas es una urbe desquiciantemente caótica, destartalada, sucia, ruidosa, anárquica... Y sin embargo, en términos generales, los espacios arqueológicos ofrecen una imagen asombrosamente pulcra y ordenada.

En este punto conectamos con la segunda vertiente de esta reflexión: la actitud hacia fuera. Efectivamente, todo apunta a que la ciudadanía ateniense tiene muy claro el valor, también económico, que les aporta un escaparte monumental en perfectas condiciones. Y eso probablemente facilite cierto consenso sobre el esfuerzo necesario para conservar adecuadamente su descomunal patrimonio histórico de cara a los visitantes, no sólo internos, sino también externos. Grecia es un país con unas cuentas públicas en estado catatónico desde hace muchos años (algo obvio constatando el aspecto del pavimento y las aceras de sus calles, el nulo mantenimiento de sus parques de barrio, una planificación urbanística que brilla por su ausencia, etc.), pero sus habitantes parecen tener claro que su futuro estratégico pasa por invertir lo necesario en sus activos monumentales, incluyendo la reciente construcción del nuevo Museo de la Acrópolis, que aguarda con insegura esperanza el retorno de los frisos del Partenón desde el British Museum londinense.

Ya va siendo hora de poner en valor el patrimonio histórico de Tarragona, cuyo efecto económico multiplicador se ha comprobado en otras ciudades monumentales

Desde la perspectiva de un simple visitante, parece evidente que una importante proporción de la ciudad vive volcada hacia el turista (muy buen trato con el cliente, abundante personal en los monumentos, enorme oferta comercial y gastronómica, conocimiento frecuente del inglés, indicaciones en este idioma en el transporte público, etc.) sin que ello sea percibido como un factor en conflicto con los intereses generales. La fórmula parece sencilla: mejorar el aspecto del centro histórico atrae a turistas con razonable poder adquisitivo que invierten y gastan en los negocios locales, y la llegada de visitantes con las carteras calientes permite obtener ingresos para revitalizar la economía y seguir mejorando el estado general de la ciudad. Es cierto que una gestión descontrolada de estos procesos puede desembocar en problemas de gentrificación o, directamente, de imposibilidad física de acoger a semejante proporción de turistas, cuyo paradigma podría ser Venecia. Sin embargo, pretender cuestionar estos modelos de éxito turístico por la existencia de algunas experiencias fallidas equivaldría a proponer la prohibición del vehículo privado porque cada día hay muertos al volante. Las cosas no son blancas o negras.

Sospecho que nuestra amenaza no viene precisamente de un eventual exceso de demanda, sino más bien al contrario, de una decadencia acelerada de nuestra vitalidad urbana y de nuestro tejido comercial. Ya va siendo hora de poner en valor el patrimonio histórico de Tarragona, cuyo efecto económico multiplicador se ha comprobado en otras ciudades monumentales. Quizás deberíamos empezar por el principio, promoviendo el conocimiento, el aprecio y el reconocimiento de este legado, para interiorizar la necesidad de conservarlo y mejorarlo, de modo que así podamos disfrutarlo tanto nosotros como quienes nos visiten. Es probable que nos vaya el futuro en ello.

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