Cómo cabrear a un valenciano

La paella valenciana es hija de un valenciano y una napolitana cuando Nápoles era español

19 mayo 2017 22:20 | Actualizado a 22 mayo 2017 14:38
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Cada mañana de domingo los hombres cocinan la paella y en mi casa de Valencia siempre se oía la misma canción. Los hijos, recién levantados, opinábamos, Muy buena, papá, esperando a que el ama de casa liberada sentenciara: sosa, pasadita, escasa o sentidita de romero, antes de dar comienzo a las fiestas de moros y cristianos.

La paella es un plato barroco y conflictivo, todos somos maestros catadores, y aunque se suela bautizar a la sopa con el nombre de la marmita (olla aranesa, tajím de pollo, wok tailandés o caldereta de langosta), no es paella todo lo que reluce. De hecho en el recipiente del mismo nombre (del latín, patella) ya se cocinaba cuatro siglos antes de que los árabes nos trajeran ese alimento que nunca causa hastío.

El origen remoto de la paella nos lleva por mar en sentido contrario, es hija de un valenciano y una napolitana cuando Nápoles era español. España exporta pasta a Italia e importa arroz y, de la misma manera que las cocas españolas podrían ser el principio de la pizza, los primeros que cocinamos el arroz con grasas fuimos nosotros. Ellos se equivocaron con la mantequilla del risotto y nosotros atinamos con el aceite de oliva.

La diferencia entre catalanes y valencianos es que puedes reírte de sus gustos sobre los azulejos, odiar su sarcasmo fallero o detestar la forma de demostrar, con sorna, el cariño, pero no hay coña valenciana que acepte el menosprecio de su arroz. Aunque la gastronomía mediterránea no pude ponerse en parangón con la vasca o la gallega, la paella es el icono de la cocina española y compite en el planeta con el rollito de primavera, la hamburguesa y la pizza Margarita por ser el plato más conocido. A pesar de ello, nunca lo verás en la carta de un restaurante Michelín.

Lo que hemos comido (los valencianos) es el título de una obra gastronómica de Josep Pla en la que se afirma de la paella haber sido el plato más ultrajado, humillado y vejado de la historia. No me refiero a que cuando Franco se enteró de que Valencia se mantenía republicana ordenó disparar a cualquiera que estuviera haciendo una paella a cielo abierto, «fuera del bando que fuera», ni tampoco a la proliferación de las paellas prefabricadas (verdadero I+D) que contienen guisantes verdes, pimientos rojos o vieras y los ingleses comen en sandwich. Sino a que a veces da vergüenza ver Paella en el Menú pues a medida que se ha ido extendiendo la han ido prostituyendo usando su nombre en vano.

La contienda comienza al escoger la comanda ya que a diferencia de cualquier otro plato la ración no tiene un precio fijo. ¿Sois ocho, pues paella para seis? Luego viene el espinoso tema de los ingredientes, ya que el arroz es amigo de todos los sabores que conduce y aquí vale cualquier bicho incluido el pulpo como animal de compañía.

Pero el verdadero valor de la paella, el secreto de su universalidad, es que los granos pueden contarse, están separados y enteros. Para ello hay que tirar el arroz en el caldo hecho en la paellera cuando se reduce hasta los remaches de las asas formando una cruz que nos anuncia cuánto admite. Luego es importantísimo repartirlo y no volverlo a remover (se cuece al horno), ya que soltará todo su almidón, esclatará y se empastrará.

Para ilustrar hasta donde puede sentirse ofendido un valenciano o un alicantino al que ponen verde su paella recuerdo una anécdota con un amigo al que se la retocaron por la espalda, retirando el romero, poniendo más agua y dándole candela. (Se trata de un músico que participa como jurado en concursos catando paellas con la vista, sólo por el dibujo que ha dejado en el plato)

Un periodista le preguntó a una actriz porno si le dolía actuar con un determinado actor, ella respondió que a quien le hacía daño verlo era a su novio, y el maestro arrocero se estiraba de los pelos preguntando cuántos centímetros medía la pala. Menos mal que nunca se enteró de que, para que no evaporara durante el reposo, la cubrieron con La Vanguardia.

No sería honesto terminar un artículo sobre la paella sin tratar el temita del colorante y el limón. La cromática de los alimentos distingue la cultura de los pueblos por su cocina, y en este asunto también valencianos y catalanes nos distanciamos viendo la paella como una paleta de pintor que admite desde el blanco del arroz con leche hasta el negro de la tinta de calamar.

No es cierto el tópico de que la tartracina (E-102) es cancerígena aunque puede producir hiperactividad consumir grandes dosis de paella naranja eléctrica. El bulo, “No pongas colorante que has echado azafrán”, podría deberse a que esa especia es un baratísimo colorante insípido en todas partes del mundo menos aquí, que es carísimo porque sin dar apenas color, proporciona el sabor más sutil de la paella.

Aunque para gustos, limones, hay un blog llamado Gastromedia que han creado un índice (Pantone Spanish Typical Food) en donde se puntúa el atractivo de los platos más famosos de la gastronomía española por su color, siendo los más cálidos (desde el amarillo tortilla española hasta el rojo gazpacho andaluz) los más deseados.

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