El Brexit de Turquía (1)

El tercer error habitual es creer que estamos en una lucha entre laicismo y religión

19 mayo 2017 18:33 | Actualizado a 21 mayo 2017 16:46
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Los últimos golpistas en Turquía mencionaban que querían restaurar el espíritu de Atatürk. El partido opositor CHP en la multitudinaria manifestación en la plaza Taksim ha pedido que las personas llevaran banderas turcas y el retrato de Mustafá Kemal Atatürk. Incluso Erdogan no ha dejado de retratarse en el pasado con fotografías del “padre de la nación turca”.

Les confieso, sin embargo, que uno de mis últimos viajes a Turquía me dediqué a coleccionar figurillas de los personajes del país que vendían en los tenderetes. Había de todo tipo, incluso de los sultanes otomanos que habían vuelto con Erdogan a la Historia después de muchos años olvidados, pero me costó encontrar la de Atatürk. Sólo al final en la tienda-museo del palacio de Domabahce localicé una que merecía la pena: allí fue donde acabó muriendo el “líder” a pesar que siempre había dicho que odiaba Estambul.

En general cuando pensamos en Turquía solemos cometer tres errores previos, lo que nos lleva a obtener conclusiones falsas

Primer error, que Turquía no es un país europeo. Patricia Schultz en un libro que lleva por título uno tan llamativo como “1.000 sitios que ver antes de morir” se encuentra con un problema, con el mismo con que nos encontramos todos, dónde colocar la ciudad (Estambul) o el país. Acaba poniéndolo en Asia, junto a Uzbekistán y China; y no en Europa, junto a Bulgaria, o a Serbia, o incluso a Grecia; ni siquiera en el apartado de Oriente Próximo, junto a Siria, a Jordania o a Yemen. Y ,¡claro¡, se equivoca: se equivoca porque Estambul es Europa y Asia al mismo tiempo, una encrucijada de caminos, de ideas, porque Estambul está en el centro, porque hay mil ciudades en su interior.

Segundo error, que lo “turco” es inferior a los valores occidentales. Tiene razón Juan Goytisolo (“Estambul otomano”) cuando nos dice que la mentalidad occidental asoció lo turco con lo sodomita, lo inferior y lo degradado. Tiene razón también cuando nos pone de manifiesto que, al menos durante los siglos XVI, XVII y XVIII, el Imperio otomano tuvo una concepción de la igualdad entre las personas, la libertad de la mujer y la libertad sexual (incluida la homosexualidad completamente prohibida en otros sitios) y un respeto y protección de las minorías, mucho más desarrollada que las potencias occidentales. Las acusaciones contra Erdogan por parte de un periodista alemán que han provocado una causa criminal están en cierta forma impregnadas de este prejuicio.

El tres de marzo de 1924, la Gran Asamblea Nacional en Ankara abolió el califato otomano. El ejército rodeó el palacio de Domabahce y las autoridades comunicaron a Abdulmecid II, mientras leía el Corán (aunque algunos afirmaron que era a Montaigne) que debía partir al día siguiente con poco más que lo puesto. No era un decir: el anterior califa moriría en el exilio completamente arruinado hasta el punto que sus acreedores se apoderaron del ataúd e impidieron el entierro durante dos semanas.

Abdulmecid recorrió al amanecer por última vez Constantinopla (devenida en Estambul) y se dirigió a la parada del Orient Express a la espera del tren que debía conducirle fuera del país que había sido el de su familia y el suyo durante cientos de años. El jefe de estación le invitó a su casa y le trató con absoluta cortesía. Philip Mansel (“Constatinopla. La ciudad deseada por el mundo 1453-1924”) nos trascribe las palabras pronunciadas por este hombre anónimo: “La dinastía otomano salvó a los judíos turcos. Cuando nuestros ancestros fueron expulsados de España y buscaban un país que les acogiera, fueron los otomanos los que nos proporcionaron refugio y nos salvaron de la extinción…Por tanto nuestra conciencia nos obliga a servirle en todo cuanto podamos en esta hora su hora más triste”.

Tenía razón. Los habitantes de Constantinopla se sentían imperialistas y los califas fueron en general defensores de las minorías. Otro Abdulmecid confesó en 1849 al escritor francés Lamartin que quería “cohesionar todos estos fragmentos de naciones que cubren el suelo de Turquía, con tal imparcialidad, gentileza, igualdad y tolerancia que cada uno encuentre su honor, conciencia y seguridad”.

Y el tercer error habitual es entender que nos encontramos en una lucha entre laicismo y religión, al que se une un segundo prejuicio derivado de los conceptos de la Ilustración francesa: entender que lo laico es un valor positivo y lo religioso un valor negativo.

El premio Nobel Orhan Pamuk ha sido uno de los primeros en defender la legalidad vigente y ha condenado el golpe de Estado. Resulta significativo porque Pamuk no se ha caracterizado hasta ahora por su proximidad al actual presidente. En su libro “Estambul. Ciudad y Recuerdos” escrito en el año 2003, quizás encontramos las claves para interpretar los acontecimientos actuales. Nos dice que la burguesía occidentalizada de Estambul siempre ha apoyado los golpes y las intervenciones de los militares en política que acontecían en Ankara no por miedo a los ataques de la izquierda (de hecho, en Turquía, nunca ha existido un movimiento izquierdista lo bastante fuerte), sino, sobre todo, porque un día las clases inferiores y los ricos provincianos podían hacer bandera de la religión y unirse contra su estilo de vida. Y en otra parte de la obra en clave más personal nos señala: “mi miedo no era temor de Dios, sino, como el de toda la burguesía laica turca, temor a la ira de los que creen demasiado en Dios”.

Y todavía más significativamente nos dice Santiago Alba Rico (“Erdogan y la contrarrevolución mundial”): Sería un grave error considerar que la batalla es entre laicismo y religión, Es entre dictadura y democracia”. También el Papa Francisco, en otro orden de ideas, ha indicado que no estamos ante una guerra de religiones.

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